Hablar de Tolkien hoy día, por encima de sus logros filológicos y su biografía ligada al Oxford English Dictionary y las universidades de Oxford y Leeds, es hablar de su Tierra Media. Pero lo que mucha gente desconoce es que “su” Tierra Media es, en realidad, “nuestra” Tierra Media. ¿Qué quiero decir con ello? Que cuando escribió Tolkien toda la obra ligada a El Silmarillion, y por extensión a El Señor de los Anillos y El Hobbit, lo que hizo fue narrar unos mitos y una cosmogonía para nuestro propio planeta, siendo La Comarca y el Bosque Viejo donde vivían Tom Bombadil y Baya de Oro las mismas tierras en el pasado de la campiña inglesa y los bosques que él conocía bien en BerkSHIRE y GloucesterSHIRE. No sería extraño además que, como sucede en otros sitios, la gente oriunda del lugar se diferenciara entre sí señalando si era de Gloucester o de “la Comarca”, por poner. Es más, en referencia a Tom Bombadil”, en una carta a Stanley Unwin le preguntaba “¿piensa que Tom Bombadil, el espíritu de la campiña (en proceso de desvanecimiento) de Oxford y Berkshire, podría convertirse en el héroe de una historia?” ¿Y por qué cito a Gloucestershire si en esta carta no la cita el propio Tolkien? Porque los paisajes boscosos de Gloucestershire que él visitó durante una buena temporada ocultan lo que las gentes del pueblo creían que eran unos túmulos de seres mágicos y que resultaron ser unas ruinas romanas.
Leyendas como éstas eran las que estimulaban a Tolkien, quien tenía una necesidad de crear una mitología y una cosmogonía para su amada Inglaterra que fuese equiparable a las de otras civilizaciones como la babilonia, la griega, la romana, la vikinga, la celta o la finesa, por poner unos cuantos ejemplos. Un hombre que desde niño había sido un apasionado de las leyendas y la mitología se veía abrumado con las vastas mitologías extranjeras y las comparaba con lo que consideraba una pobre mitología propia. Es su amor a su patria, a la geografía de la misma, a su amor por los idiomas y por la mitología lo que le hace crear toda una cosmogonía hecha por un inglés que se pudiera asemejar a otras. Si Elias Lönnrot había sido capaz de escribir el Kalevala a partir de fuentes folklóricas finesas, Tolkien tenía que intentar hacer algo tan deslumbrante como esa obra de arte, y su legado fue el universo de elfos, enanos, trasgos, dragones, balrogs, dioses y, posteriormente, hobbits, que hoy día conocen cientos de millones de personas en todo el mundo.
Es un hecho que la obra de Tolkien se conoce más gracias a las películas que a sus libros, como lo es también que las primeras no son sino una pálida sombra de los segundos.
La mayor parte de la gente tiene una visión sesgada del mundo de la Tierra Media debido a que está condicionada por la perspectiva adulterada de Peter Jackson. Muchos aspectos de la película no tienen nada que ver con El Señor de los Anillos, un libro que, de empezar siendo una continuación de El Hobbit (por respeto a los lectores prefiero no mencionar siquiera la execrable adaptación cinematográfica) , acabaría siendo un enlace entre esta obra inventada para entretener a sus hijos y el mundo que las lenguas que iba inventando desde su juventud demandaba, un mundo mitológico pretérito que fue creando, moldeando y modificando durante toda su vida y que su hijo Christopher Tolkien tuvo a bien en darnos a conocer en lo que el propio autor llamó El Silmarillion.
Pero, ¿qué es El Silmarillion? El Silmarillion es el Corpus mitológico que va desde el “Génesis” hasta el fin de la Tercera Edad, incluyendo sucesos coetáneos a El Señor de los Anillos. En él habla de la creación, de los dioses y los elfos, señalando con el fin del libro el fin de la estancia en La Tierra Media de los Primeros Nacidos, los elfos.
Para El Silmarillion Tolkien creó una cosmogonía adaptada de otras civilizaciones, siendo la primera parte una versión de la Creación del Mundo según el imaginario judeo-cristiano. En este caso Eru (“El único) crea a los Ainur (“Sagrados”), que vienen a ser facetas de él a los que les manda que canten una música para Él. Esa música es la música de la Creación del Universo, en la que, llegado el momento, tiene que participar el propio Eru o Ilúvatar (“Padre de todo”). Este génesis donde se crea el universo y el planeta, como digo, es una versión libre paralela de la creación cristiana del universo, donde los Ainur vendrían a ser los ángeles, que se clasifican en Valar (árcángeles) y Maiar (ángeles). Es su música la que crea Eä (El Universo) y dentro de él Arda (La Tierra) y es la estridencia de un Vala (singular de Valar) llamado Melkor (el más poderoso y bello de ellos, como Lucifer) la que convierte ese lugar armónico en algo imperfecto.
El conocimiento de la Creación lo tenemos según fuentes Eldar (de los elfos), puesto que éstos, una vez nacidos fueron los que tuvieron contacto cercano (y convivieron) con los dioses. Ellos, seres a caballo entre los Ainur y los Hombres, son los que nos acercan al mundo Sagrado y los que nos dan la mayor parte del lenguaje que aparece en El Silmarillion.
En este “Génesis” el autor narra también la lucha de los Valar contra el renegado Melkor y la lucha de éste último contra los elfos y los hombres que se hicieron amigos de los elfos. Los Primeros Nacidos (Elfos) y los Segundos Nacidos (Hombres), comenzaron así una guerra contra Melkor a la que finalmente acudieron los Valar para finalmente hacer prisionero al Señor Oscuro (también llamado Morgoth (“El enemigo negro/oscuro”), Bauglir (“Opresor”), Belegurth (“Inmensa Muerte”), todos ellos apelativos en lengua sindar puesto que fueron los elfos los primeros de los “Hijos de Ilúvatar” en conocerlo y sufrirlo). Un Enemigo Oscuro, que había unido a sus filas a otros Maiar (entre ellos Sauron, su sucesor a partir de la Segunda Edad hasta su derrota por parte de los Hombres (los Hobbits pertenecen a una rama de los Hombres) al final de la Tercera Edad. Este dios renegado, según la Música de los Ainur, logrará escapar al final de los Tiempos y alzarse en la Última Batalla, la Dagor Dagorath contra las fuerzas del bien y contra el mismísimo Eru en el equivalente al Ragnarok vikingo, con lo que Tolkien añade al hilo cristiano del tejido de su obra, el hilo vikingo, sin olvidarse que tras esa gran batalla final tendrá lugar el Día del Juicio, donde Arda, La Tierra, será sanada con el cántico conjunto de los Valar y los Hombres.
Eso sí, ese mundo pretérito, del que se esboza el futuro fin de los tiempos, si bien para Tolkien no es otro mundo que el creado por el mismo dios que milenios después enviaría a Cristo, no es un mundo “de un dios cristiano”, sino anterior a Él y al de los judíos. Es un mundo en el que los Hombres y los Elfos debían formarse y elegir su camino, unas veces guiados por los Valar, otras veces sometidos al infortunio del poder destructor y corrompedor de Morgoth y sus secuaces. Porque Morgoth, a diferencia de sus hermanos Valar no era un dios creador de naturaleza, sino un dios destructor, incapaz de crear nada, sólo de modificar y corromper lo creado por sus hermanos. El Silmarillion, pues, nos trasmitirá una lucha entre el bien y el mal en la que Eru será sólo un espectador hasta que le llegue la hora de intervenir, en tiempos del Dagor Dagorath.
Pero no sólo bebe de la Biblia y la mitología nórdica. También lo hace de las mitologías egipcia y greco-latina, las cuales narran la existencia de una isla en la que hay una civilización superior que, debido a la soberbia de sus dirigentes, es destruida y sumergida en las aguas del mar occidental. Esta historia no sólo es una inspiración, sino que es una versión que quiere dar como verdadera en su imaginario de Arda. Hablamos de Númenor, también conocida en lengua numenoreana como “La Caída” o Atalantë (de la cual derivaría Atlántida). Y es que, no lo olvidemos, John Ronald Reuel Tolkien era filólogo y, como tal y teniendo en cuenta que quería hacer una cosmogonía de nuestro mundo coherente, es lógico que usase de la evolución de los idiomas para conectar su mitología con nuestro mundo.
El caso de Atalantë es de los más obvios pero no el único. Si uno se para a releer lo que he estado describiendo anteriormente, los nombres de los dioses tienen muchas similitudes fonéticas a las de otros dioses de otras civilizaciones y a conceptos de idiomas antiguos, pues no podemos dejar de olvidar que Tolkien, además de ser experto en inglés antiguo y medio, también tenía conocimientos en otras lenguas, como el babilonio, el finés, el nórdico antiguo, el español (gracias a su mentor y tutor, el Padre Francis), latín, francés, alemán (estos tres gracias a su madre), así como el islandés, el gaélico (llegó a reconstruir dialectos extintos del galés medieval), el ruso o el esperanto.
Así pues, los dos nombres de Dios, Ilúvatar y Eru tienen similitudes con lenguas tales como el sánscrito y el acadio. Ilúvatar para Tolkien era la formación de dos palabras “iluve”, que significa “todo”, y “vatar”, que significa “padre”, es decir, Ilúvatar = “Padre de Todo”. Pero no podemos olvidar dos aspectos fundamentales de Tolkien:
– El primero, que gustaba de jugar con las palabras y dar dobles significados, además de estudiar, incluso en sus propias palabras creadas en idiomas tales como el Quenya, la evolución de las mismas con el paso del tiempo.
– El segundo, que Tolkien, al igual que en el aspecto geográfico de los mapas intentó que tuvieran una vaga similitud a los reales de épocas anteriores al Hombre, no es ilógico pensar que no estuviera tentado y que lo hiciera con los idiomas, logrando que alguna palabra quenya acabara evolucionando en una palabra acadia, sánscrita, romana, etc.
Siguiendo estas dos premisas, no podemos dejar de ver la conexión con la palabra acadia Ilu (=”dios”) y la sánscrita “Avatâra” (“descenso o encarnación de un dios”, según la RAE) con la del dios Ilúvatar, pudiendo ser, además, un juego de palabras de los que tanto gustaba para asociar su dios ficticio al dios cristiano, “el dios que descendió o se encarnó” (dios cristiano).
De ahí que, probablemente, Ilúvatar, siendo un compuesto de “iluve” + “atar” (“todo”+”padre” en quenya), pudiéramos enraizarla de tal modo que el primigenio Iluve (iluue) se conservara hasta la época del Imperio acadio donde perdería la última sílaba para pasar a ser simplemente ILU, o sea DIOS, (II milenio a.C) para luego ir derivando en otras lenguas semíticas a El/Eli/Allah/Elohá/Elohim. Del mismo modo, hay que ver que ERU e ILU distan poco en lo fonético puesto que una /e/ cerrada se asemeja a una /i/ abierta, además de que la /r/ y la /l/ son consonantes líquidas, de tal manera que, tal y como ocurre en el español, pueden llegar pueden provocar lo que se conoce como lambdacismo (cambio fonológico que consiste en transformar una /r/, generalmente implosiva o final, por una /l/) llegando a intercambiarse en la escritura o, sobre todo, en el habla. Es así como de las palabras latinas arbor, marmor, porto o verde, pasamos a las españolas árbol y mármol y a las corsas poltu y veldi. Pero no se necesitan miles de años para ver esa transformación. En el propio español vemos que también ocurre, aunque ya más en el habla que en la escritura: “amol” (amor) o “comel” (comer).
Y aún en el caso de que la primera de las dos palabras fuera ILU y no ERU, también se puede dar un rotacismo a la inversa como ocurre en el habla con palabras como “purpo” (pulpo), “gorpe” (golpe), “argo” (algo). Además, ERU significa “El único” y Iluve “todo”, lo cual indica que en su momento pudieron tener una raíz proto-quenya.
Del mismo modo, Valar se asemeja al español valer y al más antiguo latín “valere”, que significa “ser fuerte”. Pero no debemos pecar de hacer lo mismo con todas las palabras, ya que, como el propio Tolkien reconoció en un artículo en 1931, “The Secret Vice”, había palabras que le gustaban por su sonoridad, porque simplemente las encontraba bellas, aunque luego el significado en el idioma original fuera pobre o insulso. Y no sólo las palabras, la sonoridad de los idiomas también hacía que se inclinase más por unos que por otros. Según esto, el francés lo aborrecía, en cambio el español le gustaba hasta el punto de utilizarlo para crear su primer idioma netamente propio, el “naffarin”. También apreciaba el latín, hasta el punto de llamar al Quenya, “el latín de los elfos”. De hecho, el Quenya estaba basado fonológicamente en el latín, con influencias del griego y el finés. El acadio, del que, como he citado anteriormente, probablemente proceda la palabra Iluve, también es fuente del adunaico o numenoreano, junto, nuevamente, con el griego, del que toma la palabra Atlantis para la Atalantë o Caída de Númenor. Melkor, en cambio, tiene muchas similitudes con el fenicio Melkart, cuyo significado etimológico sería “Rey de la Ciudad” Melk-Qart. Dios que es la forma fenicia del canaanita Baal, que según la Biblia era uno de los falsos dioses, por lo que en este momento el “rey” Melkor (quien según el Ainulindalë -Génesis del mundo tolkeniano- quería gobernar en Arda), se convierte con su nombre en “el falso rey/falso dios”.
El amor y el conocimiento de las lenguas antiguas y el uso modificado en la forma o en el significado o en ambas que hace de ellas, le permite crear las estructuras y miles de palabras para dos idiomas (Quenya y Síndar) y pincelar más de una docena de idiomas más de invención propia. Y es que, desde joven comenzó a inventarse el oestron o lengua común de la Tierra Media, además de las citadas lenguas élficas, así como inventó palabras en la lengua de los orcos o la lengua de Mordor. Aunque no sólo se dedicó a inventar palabras sino grafías, como la del élfico, la de la lengua de Mordor en la inscripción del Anillo Único, o la de los enanos en el mapa de Thorin (si bien esta, como reconoce en sus cartas, la creó a petición de los lectores). Y es que para Tolkien, tal y como escribió en una de sus cartas, “Las historias surgen para crear un mundo en el que encajen las lenguas, más que al revés”. “Para mí, los nombres vienen primero, y luego nace la historia”.
Pero como debe estar todo ligado al mundo, va adoptando nombres, grafías (el élfico “parecía mezcla de hebreo, griego y taquigrafía”, según leemos en el libro de J.R.R.Tolkien, una biografía) y palabras del pasado. Las runas enanas las elabora tomando como referencia las runas anglosajonas; los nombres de los enanos y de Gandalf los toma del Völuspá, una edda islandesa, siendo el significado de éste último, Gandalf, “Elfo de la Vara” o “Elfo con Vara” en nórdico antiguo “vara” (Gandr) y “elfo” (Alfr), una vara supuestamente mágica, o en el caso de nuestro apreciado Maia amigo de hobbits, bastón; o el nombre de Smaug (que proviene del verbo germánico primitivo Smugan -”pasar apretadamente por un agujero”, que califica el propio autor de insidiosa broma filológica, porque además se asemeja a smeogan, que viene a significar “astucia”), el dragón al que se enfrenta Bilbo (posible referencia indirecta a Bilbao -no en euskera como la gente cree, sino en gascón, pues seguramente lo tomó de los textos de Shakespeare, en los que, en Las alegres comadres de Windsor, o en Hamlet, y que hace referencia en el primero a un tipo de espada de acero de la zona vasca, y en el segundo a, en los barcos, la zona donde metían a los esclavos y ataban con grilletes “bilbos”) y que acaba matando Bardo en la Ciudad del Lago.
Además, Tolkien no sólo inventaba idiomas, sino que, además, estudiaba sus posibles evoluciones, de ahí que hubiera variaciones en el propio idioma y que jugara a ver “cómo evolucionaban” al paso de los miles de años, porque eso sí, al ser los elfos inmortales, sus idiomas lo hacían muy lentamente. Dicha evolución venía ligada a dónde habitaran, a cuál era su entorno. Porque los elfos vivieron cambios realmente drásticos del mundo y, desde su origen, se separaron entre los elfos “de la luz” y los elfos “de la oscuridad”, en tanto que unos llegaron a Valinor y otros prefirieron quedarse en la Tierra Media. De tal modo que, cuando volvieron los Noldor de Valinor en busca de los Silmarils que había robado Melkor y en venganza del asesinato de su líder, fue cuando empezaron a tratar con sus hermanos o primos los elfos oscuros, por lo que ambos idiomas sufrieron influencias e incluso barbarismos. Tal es esa influencia que la más poderosa de los Noldor, Artanis “mujer noble” en Quenya, elige tomar un nombre Sindarin con el que será famosa en todo el mundo: Galadriel “doncella enguirnaldada de un brillante resplandor”, que en su forma original era Alatariel en telerin y Altariel en quenya. Esto llevaría a considerar al noldorín o Quenya, el idioma que apenas había cambiado, el “latín” de La Tierra Media, mientras que el Sindar sería el que acabaría usando la mayor parte de los elfos.
Tanto cambio de las palabras y evolución de los idiomas se debe, además, a su obsesión por el perfeccionamiento y por el cuidado de las palabras. Tal es así que en una carta escrita en 1937, señala la posibilidad de cambiar hombre por adulto y hombres por gente, porque los lectores no tienen por qué entender la diferencia entre hombre (referente a lo anteriormente citado) y Hombre (los Segundos Nacidos). Y no sólo eso, sino que de cara a futuras ediciones, tanto de El Hobbit como de El Señor de los Anillos, escribe a C.A. Furth para que modifiquen las erratas que los lectores, su hijo Christopher y él mismo habían detectado. Por otro lado, tal es su obsesión por el perfeccionismo que no sólo modifica las palabras, ya después de concluidas y publicadas las obras, sino que, tal y como se ve en los libros de Historia de la Tierra Media, publicados por su hijo Christopher Tolkien, los nombres de los personajes y sus destinos cambian, como es el caso de Bingo por Frodo, el del hobbit Trancos por el dúnedain Aragorn “Trancos”, etc.
Así pues, tal y como nos enseña mediante la evolución de algunas palabras desde sus idiomas inventados hasta nuestros idiomas antiguos, o como se puede apreciar en uno de los mapas del resto de Eä que el mismo J.R.R. Tolkien dibujó, donde se ve, en tiempos anteriores al hundimiento de Beleriand y previos al del surgimiento de la isla de Númenor, una forma parecida a a los tres “viejos continentes” (Europa, Asia y África), un gran continente al sur que puede ser la Antártida, y un continente en el extremo oriente que parece ser América. Luego está la tierra de los Valar, Valinor, al oeste.
En definitiva, Tolkien entiende de la Tierra, de la geografía y de sus matices. Comprende que la tierra modifica el habla de las gentes, de ahí que evolucionen los idiomas de su universo imaginado, un universo que dejó muy claro en sus cartas y escritos, es nuestro mundo, y El Silmarillion toda una mitología del mismo hace miles de años. Para ello necesitaba de varios elementos que él consideraba imprescindibles en una buena obra mitológica: cosmogonía, geografía y lenguas. Tres aspectos indisolubles a la hora de crear cualquier mundo realmente plausible, a falta de un último elemento según el propio Tolkien: La presencia de lo terrible. Pues como él mismo dice “La presencia de lo terrible (aún cuando sólo se dé en las fronteras) es, creo, lo que da a este mundo imaginario su verosimilitud. Un país de las hadas sin riesgos es infiel a todos los mundos.”
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http://www.bbc.co.uk/gloucestershire/films/tolkien.shtml
(Las imágenes de la entrada pertenecen a los pinceles de John Howe)
(Versión PDF): Ricardo Marín Martínez. Tolkien. Su Tierra Media, nuestra Tierra Media