En algún cronón de esta velada eterna, una ráfaga de viento fúnebre se desliza por la puerta entornada y me arropa con sus gélidas y alargadas manos en medio de la excesiva tranquilidad con la que se presenta la noche. El sueño fugaz que cruza súbitamente el firmamento onírico de la mujer que yace dormida a mi lado equivale a una eternidad cerca del horizonte de sucesos de mis pupilas dilatadas. Sin duda, el cosmos duerme demasiado ante la mirada de un dios insomne. Mis ojos, incapaces de luchar contra la gravedad de su masa, resultan epicentro del Gran Colapso del universo. Del sólido suelo de la habitación bullen branas de oscuridad que revisten la realidad. En sopor y crucificado a la cama con cuerdas unidimensionales y gluones que me perforan las manos, observo imparcial miles de millones de partículas negras que se solapan sobre sus antipares. Su unión explosiva genera ondas incoloras que dan a luz nuevas formas poligonales. Entre las sombras de la somnolienta ceguera, una relajante y aguda melodía de armónica las obliga a danzar arbitrariamente al ritmo de la negruzca música. A tan solo un pensamiento más del sueño cuántico, resuena una voz distante.
—¿Escuchas eso?, —dice ella sobrecogida mientras me agarra del brazo.
Al oírlo, me incorporo de inmediato y observo atemorizado mi alrededor para buscar de dónde proviene la música sino de mi cabeza. A mi lado solo existe silencio y vacío, pues ella ya se había marchado hace tiempo. Perplejo, el pensamiento que distingue la materia que me moldea de la cama, es prisionero del pánico existencial.
(La imagen que abre la entrada pertenece a los pinceles de Dave McKean)
