(Publicamos este cuento gracias a la generosidad de Ediciones El Salmón,
que nos ha cedido la posibilidad de reproducir aquí su magnífica edición y traducción).
III
Los Desahuciados
Durante los años que siguieron a la evasión de Kuno se produjeron en la Máquina dos acontecimientos importantes. Aparentemente fueron revolucionarios, pero en ambos casos los espíritus de los hombres habían estado preparándose con antelación para esos cambios, que no hicieron más que expresar unas tendencias latentes.
El primero de ellos fue la supresión de los respiradores.
Los pensadores avanzados, como Vashti, siempre habían considerado una estupidez visitar la superficie de la Tierra. Las aeronaves podían ser necesarias, ¿pero qué sentido tenía salir por pura curiosidad y recorrer con dificultad dos o tres kilómetros de superficie terrestre en un vehículo a motor? Esa costumbre era vulgar y quizá vagamente inadecuada: era improductiva en lo que concierne a las ideas, y no tenía ninguna relación con las costumbres realmente importantes. Así que los respiradores fueron suprimidos, y con ellos, por supuesto, los vehículos a motor; y, con la salvedad de un par de conferenciantes, que se quejaron de que se les privaba del acceso a su ámbito de discusión, el cambio fue aceptado tácitamente. Quienes siguieran queriendo saber cómo era la Tierra no tenían más que escuchar algún gramófono, o ver algún cinematofoto. Y los conferenciantes no protestaron cuando descubrieron que una charla sobre el mar no era menos estimulante cuando la acompañaban otras acerca del mismo asunto. «¡Cuidado con las ideas de primera mano!», exclamó uno de los conferenciantes más avanzados. «Las ideas de primera mano no existen. Sólo son impresiones físicas que producen el amor y el miedo; con semejantes cimientos, ¿quién podría edificar una filosofía? Sean vuestras ideas de segunda mano, y si es posible de décima mano, porque así quedarán lejos de ese elemento perturbador que es la observación directa. No aprendan nada de mi tema, la Revolución Francesa. Aprendan mejor lo que creo que Enicharmon creía que Urizen creía que Gutch creía que Ho-Yung creía que Chi-Bo-Sing creía que Lafcadio Hearn creía que Carlyle creía que Mirabeau dijo sobre la Revolución Francesa. Por mediación de estas mentes superiores la sangre derramada en París y las ventanas rotas en Versalles se sublimarán en una idea para que ustedes puedan servirse de ella en sus vidas cotidianas. Pero estén seguros de que los intermediarios son muchos y variados, ya que en historia una autoridad contrarresta a otra. Urizen debe contrarrestar el escepticismo de Ho-Yung y de Enicharmon, y yo mismo debo contrarrestar el apasionamiento de Gutch. Ustedes están escuchándome en una mejor posición que yo para juzgar la Revolución Francesa, y sus descendientes estarán aún mejor situados, porque habrán aprendido lo que ustedes creen que yo creo, y otro intermediario más se añadirá a la cadena. Y con el tiempo —su voz se elevó— llegará una generación que habrá ido más allá de los hechos, más allá de las impresiones, una generación completamente desprovista de color, una generación seráficamente libre de la mancha de la personalidad que verá la Revolución Francesa no tal como ocurrió, ni como les habría gustado que ocurriese, sino como habría ocurrido si se hubiera producido en los días de la Máquina».
Una ovación abrumadora recompensó la conferencia, que no hizo otra cosa que poner voz a una intuición latente en el espíritu de los hombres: la intuición de que los hechos ocurridos en la superficie no merecían atención y que la abolición de los respiradores era un avance. Se llegó a proponer que se abolieran también las aeronaves, pero no se hizo porque las aeronaves se habían integrado en cierto modo en el sistema de la Máquina. Pero su uso decrecía año tras año, y los hombres más sabios las mencionaban cada vez menos.
El segundo gran cambio fue la restauración de la religión.
Esto también lo había expresado aquella célebre conferencia. A nadie se le escapó el tono solemne con que había concluido su peroración, y suscitó un eco favorable en el corazón de cada miembro del público. Los que habían adorado en silencio empezaron a hablar en voz alta. Describían la extraña sensación de paz que les embargaba al sostener el Libro de la Máquina, el placer que suponía repetir ciertos números, por muy incomprensible que fuera su significado al oído ajeno, el éxtasis de tocar un botón, por insignificante que fuera, o de hacer sonar un timbre, por superfluo que fuera.
«La Máquina —exclamaban— nos alimenta y nos viste y nos aloja; nos hablamos por medio de ella, nos vemos por medio de ella, existimos en ella. La Máquina es amiga de las ideas y enemiga de la superstición: la Máquina es omnipotente, es eterna; bendita sea la Máquina». Y este discurso no tardó en verse impreso en la primera página del Libro, y en las ediciones subsiguientes el ritual se hinchó hasta convertirse en un complicado sistema de alabanza y oración. La palabra «religión» se evitaba cuidadosamente, y en teoría la Máquina seguía siendo creación y herramienta del hombre. Pero en la práctica, todos, salvo unos pocos retrógrados, la adoraban como algo divino. Ahora bien, esa adoración no era unitaria. A un creyente le impresionaban sobre todo las placas ópticas de color azul, a través de las cuales veía a más creyentes; a otro, el Sistema de Reparación, que el pecaminoso Kuno había comparado con gusanos; a otro, los ascensores; y a otro, el Libro. Y cada cual rezaba a esto o a aquello, pidiéndole que intercediera por él ante la Máquina en su conjunto. La persecución también estaba presente. No se produjo un estallido, por razones que se explicarán más adelante. Pero permanecía latente, y todos aquellos que no aceptaban el mínimo conocido como «Mecanismo Aconfesional» vivían en riesgo de Desahucio, lo que, como sabemos, significaba la muerte.
Atribuir estos dos grandes cambios al Comité Central supone una visión muy obtusa de la civilización. El Comité Central anunciaba los cambios, cierto, pero no era su causa, como tampoco los reyes del periodo imperialista eran la causa de la guerra. En realidad se limitaban a someterse a una especie de presión invencible que venía de nadie sabe dónde y que, cuando se cedía a ella, era sucedida por nuevas presiones, igualmente invencibles. Se ha dado en llamar progreso a este estado de cosas. Nadie confesaba que la Máquina era incontrolable. Año tras año se la servía con más eficacia y menos inteligencia. Cuanto mejor conocía un hombre sus obligaciones respecto a ella, menos comprendía las de su vecino, y no había en todo el planeta un solo cerebro que comprendiera el monstruo en su conjunto. Esas mentes privilegiadas se habían extinguido. Habían dejado instrucciones completas, cierto es, y cada uno de sus sucesores había llegado a dominar un fragmento de esas instrucciones. Pero la Humanidad, en su deseo de comodidades, había excedido sus límites. Había sobreexplotado las riquezas de la naturaleza. Con calma y satisfacción, iba hundiéndose en la decadencia, y «progreso» había acabado significando progreso de la Máquina.
En cuanto a Vashti, su vida transcurrió con placidez hasta el desastre final. Oscurecía la habitación y dormía; despertaba e iluminaba la habitación. Pronunciaba y escuchaba conferencias. Intercambiaba ideas con sus innumerables amigos y creía que iba volviéndose cada vez más espiritual. De vez en cuando se le concedía la Eutanasia a algún amigo, que dejaría su habitación por ese desahucio que está más allá de toda comprensión humana. A Vashti no la preocupaba mucho nada de eso. Después de una conferencia poco exitosa, a veces solicitaba la Eutanasia para sí. Pero no estaba permitido que la tasa de defunciones superara la de nacimientos, y hasta ahora la Máquina se la había denegado.
Los trastornos más graves empezaron de forma discreta, mucho antes de que Vashti se percatara de ello.
Un día recibió con perplejidad un mensaje de su hijo. Nunca se comunicaban, pues no tenían nada en común, y lo único que había oído, por vía indirecta, era que Kuno estaba vivo y que se le había trasladado desde el hemisferio norte, donde se había portado tan mal, al sur; de hecho, a una habitación no muy alejada de la suya.
«¿Querrá visitarme?», pensó. «Nunca, jamás. Y además no tengo tiempo».
No, era otro tipo de locura.
Kuno se negó a mostrar la cara en la placa azul y, hablando desde las sombras, dijo con solemnidad:
—La Máquina se para.
—¿Cómo dices?
—Que la Máquina está parándose, lo sé, reconozco las señales.
Vashti lanzó una carcajada. Su hijo la oyó con furia, y no volvieron a hablar.
—¿Puedes imaginar mayor disparate? —le preguntó a una amiga—. Un hombre que era mi hijo cree que la Máquina está parándose. Sería una blasfemia si no fuera una locura.
—¿Que la Máquina está parándose? —replicó su amiga—. ¿Qué quiere decir eso? No entiendo bien.
—Yo tampoco.
—¿No será que está refiriéndose, imagino, a los problemas que ha habido últimamente con la música?
—Ah, no, de eso nada. Hablemos de música.
—¿Te has quejado a las autoridades?
—Sí, y me dijeron que había que hacer reparaciones, y me remitieron al Comité del Sistema de Reparación. Presenté una queja por esos jadeos tan extraños que desfiguran las sinfonías de la escuela de Brisbane. Es como si a alguien le doliese algo. El Comité del Sistema de Reparación dice que no tardará en estar arreglado.
Vagamente inquieta, Vashti siguió con su vida. En primer lugar, la disfunción de la música la irritaba. Y en segundo lugar, no podía olvidar el discurso de Kuno. Si su hijo hubiera sabido que la música no podía repararse —pero no podía, puesto que no soportaba la música—, si hubiera sabido que algo no funcionaba, «la Máquina se para» era exactamente la frase más ponzoñosa que podría haber pronunciado. Por supuesto, Kuno lo había dicho al azar, pero la coincidencia le resultaba a Vashti muy incómoda, y se dirigió con impaciencia al Comité del Sistema de Reparación.
Como en anteriores ocasiones, le respondieron que el error iba a estar arreglado pronto.
—¡Pronto! ¡Ahora mismo! —contestó Vashti— ¿Por qué tengo que conformarme con esa música tan imperfecta? Las cosas siempre se han reparado al instante. Si no lo arreglan de inmediato, me quejaré al Comité Central.
—El Comité Central no acoge quejas personales —replicó el Comité del Sistema de Reparación.
—¿Y cómo puedo comunicar mi queja entonces?
—A través de nosotros.
—Entonces presento una queja.
—Su queja se comunicará cuando le llegue el turno.
—¿Ha habido más?
La pregunta era amecánica, y el Comité del Sistema de Reparación se negó a responder.
—¡Qué mala suerte! —protestó ante otro amigo suyo—. Soy la mujer más desgraciada que ha habido nunca. Ya no puedo confiar en la música. Cada vez que la convoco se oye peor.
—¿Qué le sucede?
—No sé si el problema está en mi cabeza o en el muro.
—Quéjate, por si acaso.
—Ya lo he hecho, y la queja se comunicará al Comité Central cuando le llegue el turno.
Pasó el tiempo, y no volvieron a percibirse más disfunciones. Las ya existentes no se reparaban, pero los tejidos humanos se habían vuelto tan maleables últimamente que no tardaban en adaptarse a cualquier capricho de la Máquina. El suspiro que se oía en el apogeo de la sinfonía de Brisbane ya no molestaba a Vashti; lo aceptaba como parte de la melodía. Su amiga ya no percibía el ruido discordante, ya procediera de su cabeza o del muro. Y lo mismo sucedía con la mohosa fruta artificial, con el agua del baño, que empezaba a heder, o con las rimas defectuosas que se había puesto a emitir la máquina de poesía. Al principio todos estos cambios concitaron sonoras protestas, para ser asumidos y olvidados más tarde. Las cosas iban inexorablemente de mal en peor.
Ocurrió algo muy distinto con la avería del equipo de dormir. Se trataba de una disfunción mucho más grave. Llegó un día en que en todo el mundo —en Sumatra, en Wessex, en las innumerables ciudades de Curlandia y Brasil— las camas no aparecían cuando sus propietarios las convocaban. Puede parecer algo insignificante, pero podemos datar el colapso de la humanidad a partir de este hecho. Las quejas bombardearon al comité responsable de arreglar la avería, que, como de costumbre, las remitió al Comité del Sistema de Reparación, que a su vez aseguró que se transmitirían las quejas al Comité Central. Pero el descontento seguía creciendo, pues los seres humanos no eran tan adaptables como para vivir sin dormir.
—Alguien está interfiriendo en el funcionamiento de la Máquina —decían.
—Alguien está intentando convertirse en rey y reintroducir el elemento personal.
—Que condenen a ese hombre al Desahucio.
—¡Al rescate! ¡Venguemos a la Máquina! ¡Venguemos a la Máquina!
—¡Guerra! ¡Muerte al hombre!
Pero el Comité del Sistema de Reparación compareció públicamente y alivió el pánico con palabras muy bien escogidas. Confesó que el propio Sistema de Reparación necesitaba reparaciones.
El efecto que produjo semejante franqueza fue admirable.
—Por supuesto —dijo un famoso conferenciante, el de la Revolución Francesa, que cubría de oropeles cada nuevo signo de declive—, por supuesto que no vamos a presionar ahora con nuestras quejas. El Sistema de Reparación nos ha tratado tan bien en el pasado que todos nos solidarizamos con él, y esperaremos con paciencia a que se recupere. Retomará sus funciones a su debido tiempo. Entretanto, nos las arreglaremos sin cama, sin tabletas y sin el resto de esas pequeñas necesidades que tenemos. Ese sería, esto seguro de ello, el deseo de la Máquina.
A una distancia de miles de kilómetros, la audiencia aplaudía. La Máquina seguía siendo un vínculo para todas esas personas. En el lecho marino, por debajo de las raíces de los árboles, corrían los cables a través de los cuales veían y oían, esos ojos y oídos enormes que eran su legado, y el zumbido de una actividad constante envolvía sus pensamientos con una capa de sumisión. Sólo se mostraban desagradecidos los ancianos y los enfermos, pues se rumoreaba que hasta la Eutanasia había dejado de funcionar y que el dolor había vuelto a hacer aparición entre los hombres.
Leer se hacía cada vez más difícil. El deterioro llegó a la atmósfera y enturbió su luminosidad. A veces, Vashti apenas podía ver bien en su propia habitación. Además, el aire se volvía hediondo. Los lamentos eran sonoros, impotentes los remedios, heroico el tono del conferenciante cuando exclamaba: «¡Valor! ¡Valor! ¿Qué importa mientras la Máquina siga funcionando? Para ella, oscuridad y luz son una misma cosa». Y aunque las cosas mejoraron con el tiempo, nunca volvió a alcanzarse el esplendor de antaño, y la humanidad nunca se recuperó de su llegada al crepúsculo. Se hablaba histéricamente de «medidas», de una «dictadura providencial», y se les pedía a los habitantes de Sumatra que se familiarizaran con las actividades de la central eléctrica principal, que se encontraba en Francia. Pero para la mayoría, el pánico era la norma, y los hombres dedicaban sus energías a rezar a los Libros, pruebas tangibles de la omnipotencia de la Máquina. Había grados diversos de terror, si bien a veces circulaban rumores de esperanza: el Sistema de Reparación ya estaba casi arreglado; los enemigos de la Máquina habían sido neutralizados; estaban desarrollándose nuevos «centros neurálgicos» que iban a encargarse del trabajo con mayor eficiencia aún que los anteriores. Pero llegó un día en que, sin el menor aviso, sin ningún signo previo de debilidad, el sistema de comunicaciones se colapsó íntegramente en todo el mundo; y el mundo, tal como lo habían entendido, llegó a su fin.
Vashti estaba pronunciando una conferencia en ese momento, y los aplausos interrumpían a ratos lo que había dicho hasta entonces. A medida que proseguía, la audiencia iba quedándose en silencio, y al final no se oía nada. Algo incómoda, llamó a un amigo, especialista en simpatía. Ningún sonido: sin duda, ese amigo estaría durmiendo. Y lo mismo ocurrió con el siguiente amigo que quiso convocar, y con el siguiente, hasta que recordó la críptica sentencia de Kuno, «La Máquina se para».
La frase seguía sin querer decir nada para ella. Si la Eternidad se parase, era obvio que no tardaría en ponerse en marcha otra vez.
Por ejemplo, aún quedaba algo de luz y aire: la atmósfera había mejorado un poco en las horas anteriores. Aún quedaba el Libro, y mientras estuviera el Libro, había seguridad.
Entonces Vashti se derrumbó, porque el cese de la actividad vino acompañado de un terror inesperado: el silencio.
Nunca había conocido el silencio, y su aparición estuvo a punto de matarla; de hecho, ya había matado instantáneamente a muchos miles. Desde que nació había estado rodeada del sempiterno zumbido. Era al oído lo que el aire artificial a los pulmones, y sintió un atroz dolor de cabeza. Y, casi sin saber lo que hacía, se puso en pie tambaleándose y apretó aquel botón tan poco frecuente, el que abría la puerta de la celda.
Esa puerta funcionaba con un gozne propio. No tenía conexión con esa central eléctrica principal que estaba apagándose en Francia. Se abrió, lo que suscitó esperanzas desmesuradas en Vashti, pues creía que la Máquina estaba arreglada. Se abrió, y vio el mal iluminado túnel que se curvaba a lo lejos en su camino hacia la libertad. Un vistazo, y se echó atrás de un salto. Porque el túnel estaba lleno de gente: Vashti había sido casi la última en aquella ciudad que se había sentido alarmada.
Vashti sentía repulsión por la gente en cualquier ocasión, y ahora era una pesadilla procedente de sus peores pesadillas. Había gente que se arrastraba, gente que chillaba, que gimoteaba, que boqueaba buscando aire, que se tocaba, que desaparecía en la oscuridad, y de vez en cuando caía del andén del tren eléctrico por culpa de los empujones. Algunos se peleaban en torno las campanas eléctricas, intentando convocar trenes que no podían ser convocados. Otros aullaban pidiendo Eutanasia o respiradores, o blasfemando contra la Máquina. Otros permanecían en el umbral de sus celdas, como ella, dudando si debían detener a esas personas o abandonarlas, y por encima de todo ese estruendo había el silencio: el silencio que es la voz de la tierra y de las generaciones que ya no están.
No, era peor que la soledad. Volvió a cerrar la puerta y se sentó a esperar el final. La desintegración continuaba, acompañada de espantosos crujidos y un rumor estruendoso. Las válvulas que contenían el equipo médico debían de haberse debilitado, pues había salido disparado del techo y se balanceaba asquerosamente. El suelo temblaba y acabó por derribarla de la silla. Un tubo se deslizó hacia ella como una serpiente. Y, por último, apareció el horror final: la luz empezó a menguar, y supo que la larga jornada de la civilización llegaba a su término.
Vashti se puso a dar vueltas sin saber qué hacer, rezando para salvarse al precio que fuera, besando el Libro y apretando un botón tras otro. El estruendo iba en aumento y ahora llegaba incluso a través de la pared. Poco a poco disminuía la claridad de la celda y los interruptores metálicos dejaban de reflejar la luz. Ya no podía ver el atril, y más tarde tampoco el libro, aunque lo tuviera en la mano. A la desaparición del sonido sucedió la de la luz, y la desaparición del aire a la de la luz, y el vacío primigenio volvió a la caverna de la que había sido expulsado hacía tanto tiempo. Vashti seguía girando en círculos, como los devotos de una religión pretérita, chillando, rezando y golpeando los botones con unas manos ensangrentadas.
De este modo salió de su prisión y escapó; escapó mentalmente: o eso me parece a mí, antes de que concluya mi meditación. Dio por casualidad con el interruptor que abría la puerta, y el choque de aire apestoso contra la piel y el martilleo de voces en los oídos le dijeron que estaba otra vez delante del túnel y del enorme andén en que había visto a los hombres pelearse. Ya no peleaban. Sólo se oían murmullos y gimoteos quedos. Cientos de personas yacían moribundas en la oscuridad.
Vashti rompió a llorar.
Oyó un llanto que respondía al suyo.
Lloraban los dos por la humanidad, no por sí mismos. No soportaban la idea de que ése pudiera ser el final. Antes de que el silencio se impusiera por completo, sus corazones se abrieron, y fueron conscientes de lo que había sido importante en la Tierra. El hombre, la flor de todos los seres vivos, la más noble de las criaturas visibles, el hombre, que antaño había hecho a Dios a su imagen y que había visto reflejada su fuerza en las constelaciones, el hermoso hombre desnudo, estaba muriendo, ahorcado en las vestiduras que él mismo había tejido. Siglo tras siglo había trabajado con tesón, y ésta era la recompensa. Cierto que esos ropajes habían parecido divinos al principio, tejidos con los colores de la cultura, cosidos con los hilos del autoengaño. Y divinos habían resultado mientras no dejaron de ser sólo eso, ropajes, mientras el hombre fue capaz de despojarse de ellos y vivir de esa esencia que es su alma, y de esa esencia, igualmente divina, que es su cuerpo. El pecado cometido contra el cuerpo fue lo que más ganas les dio de llorar; los siglos de agravios contra los músculos y los nervios, y esos cinco portales, única fuente de nuestra percepción, debilitados por la cháchara sobre la evolución, hasta que el cuerpo se había convertido en una papilla blanca, sede de unas ideas idénticamente inanes, últimos pataleos de un espíritu que había tratado de agarrar las estrellas.
—¿Dónde estás? —preguntó Vashti sollozando.
La voz de su hijo respondió en la oscuridad.
—Aquí.
—¿Hay alguna esperanza, Kuno?
—Para nosotros, no.
—¿Dónde estás?
Vashti se arrastró hacia él por encima de los cadáveres. La sangre de Kuno chorreó sobre sus manos.
—Date prisa —jadeó él—. Me muero… pero podemos sentir y hablar sin tener que pasar por la Máquina.
Kuno le dio un beso.
—Hemos vuelto a nuestro ser. Estamos muriéndonos pero hemos recobrado la vida, tal como era en Wessex, cuando Alfredo derrotó a los daneses. Sabemos lo que saben allá fuera los que viven en la nube que tiene el color de una perla.
—Pero Kuno, ¿es verdad eso? ¿Todavía quedan hombres en la superficie terrestre? ¿De verdad que esto… este túnel, esta oscuridad ponzoñosa, no es el final?
Kuno respondió:
—Los he visto, he hablado con ellos, los he amado. Están escondidos entre la niebla y los helechos a la espera de que nuestra civilización se pare. Hoy son los Desahuciados; mañana…
—Ah, mañana… mañana algún estúpido volverá a poner en marcha la Máquina.
—Nunca —dijo Kuno—, nunca. La humanidad ha aprendido la lección.
Mientras hablaba, la ciudad entera se rompió como un panal. Una aeronave había salido del vomitorio para entrar en un embarcadero en ruinas. Se estrelló contra el suelo y explotó mientras seguía rodando, destrozando una galería tras otra con sus alas de acero. Durante un instante, Kuno y Vashti vieron las naciones de los muertos y, antes de unirse a ellas, los jirones de un cielo despejado.
(Las imágenes de la entrada pertenecen al arte de Mª Rosario Rodríguez).