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La maquina se para_ Foster

La Máquina se para II

(Publicamos este cuento gracias a la generosidad de Ediciones El Salmón,
que nos ha cedido la posibilidad de reproducir aquí su magnífica edición y traducción).

II
El Sistema de Reparación

Vestíbulo, ascensor, vía férrea subterránea, andén, puerta corredera: invirtiendo todos los pasos de la partida, Vashti llegó a la habitación de su hijo, que era idéntica a la suya. Con razón podía decirse Vashti que la visita era innecesaria. Los botones, los pomos, la mesita con el Libro, la temperatura, la atmósfera, la iluminación: todo era igual. Y si Kuno en persona, carne de su carne, estaba por fin a su lado, ¿qué cambiaba eso? Era demasiado educada para darle la mano.
Apartando la mirada, habló de la siguiente manera:
—Aquí estoy. He hecho un viaje penosísimo, y he retrasado enormemente el desarrollo de mi alma. No vale la pena, Kuno, no vale la pena. Mi tiempo es demasiado valioso. Casi me ha dado la luz solar, y he conocido a gente muy grosera. Sólo puedo quedarme unos minutos. Dime lo que quieras decirme, y luego tendré que volver.
—Me han amenazado con el Desahucio —dijo Kuno.
Vashti le miró entonces.
—Me han amenazado con el Desahucio, y no podía decirte algo así mediante la Máquina.
El Desahucio significaba la muerte. La víctima quedaba expuesta al aire, que la mataba.
—He estado fuera desde la última vez que hablé contigo. Ha ocurrido algo terrorífico, y me han descubierto.
—¿Pero por qué no ibas a salir? —exclamó Vashti—. Visitar la superficie terrestre es absolutamente legal y perfectamente mecánico. Hace poco asistí a una conferencia sobre el mar: no hay objeción contra ello; basta con convocar un respirador y obtener un Permiso de Salida. No es lo que suele hacer la gente con inquietudes espirituales, y te rogué que no lo hicieras, pero no hay objeciones legales.
—No obtuve el Permiso de Salida.
—¿Y cómo hiciste para salir?
—Busqué una salida por mi cuenta.
La frase no tenía ningún sentido para Vashti, y su hijo tuvo que repetírsela.
—¿Una salida por tu cuenta? —susurró—. Pero eso no está bien.
—¿Por qué?
La pregunta la dejó absolutamente perpleja.
—Estás empezando a idolatrar a la Máquina —dijo Kuno con tono frío—. Te parece irreligioso que haya buscado una salida por mi cuenta. Eso es lo que opinó el Comité, cuando me amenazó con el Desahucio.
En ese momento, Vashti se enfadó.
—¡No idolatro nada! —gritó—. Soy muy avanzada. No creo que seas irreligioso, porque ya no quedan religiones. La Máquina destruyó el miedo y la superstición que existían antes. Sólo quiero decir que encontrar una salida por tu cuenta ha sido… Además, no hay salidas.
—Así lo habíamos creído siempre.
—Exceptuando los vomitorios, para los que hace falta un Permiso de Salida, es imposible. Lo dice el Libro.
—Pues el Libro se equivoca, ya que yo salí por mi propio pie.
Porque Kuno poseía una cierta fuerza física.
En aquellos tiempos, la musculatura constituía un demérito. Todos los niños eran examinados al nacer, y los que auguraban una fuerza física desproporcionada eran destruidos. Los partidarios del humanitarismo podían protestar, pero habría sido una crueldad dejar vivir a un atleta; nunca sería feliz en las condiciones de vida que la Máquina le asignaba; echaría de menos árboles a los que trepar, ríos en que bañarse, prados y colinas en que medir su cuerpo. El hombre debe adaptarse a su entorno, ¿no es así? En los albores del mundo, se exponía a los débiles en el monte Taigeto; en su crepúsculo, los fuertes serán objeto de eutanasia, para que la Máquina pueda progresar, para que la Máquina pueda progresar, para que la Máquina pueda progresar eternamente.
—Sabes que hemos perdido el sentido del espacio. Decimos que «el espacio ha sido anulado» pero no hemos anulado el espacio, sino el sentido que deriva de él. Hemos perdido una parte de nosotros mismos. Decidí recuperar esa parte, y empecé por caminar de un lado a otro del andén del ferrocarril que lleva a mi habitación. De un lado a otro, hasta que me cansaba, y así recobré el sentido de «cerca» y «lejos». «Cerca» está un lugar al que puedo llegar rápidamente por mi propio pie, no uno al que pueda llevarme deprisa el tren o la aeronave. «Lejos» está un lugar al que no puedo llegar rápidamente por mi propio pie; el vomitorio está «lejos», aunque pueda llegar allí en treinta y ocho segundos si convoco el tren. El hombre es la medida. Ésa fue la primera lección. Los pies del hombre son la medida de la distancia; sus manos, la medida de la propiedad; su cuerpo, la medida de todo lo que es valioso y deseable y fuerte. Luego fui más allá: te llamé entonces por primera vez, y no quisiste venir.
»Esta ciudad, como sabes, está construida muy por debajo de la superficie terrestre, en la que sólo destacan los vomitorios. Después de recorrer el andén junto a mi habitación, cogí el ascensor para acceder al siguiente andén, que también recorrí, y así uno tras otro, hasta que llegué al superior, por encima del cual empieza la Tierra. Todos los andenes eran idénticos, y lo único que conseguí visitándolos fue mejorar mi sentido del espacio y los músculos. Creo que debería haberme contentado con eso —que no es poco— pero, mientras andaba y reflexionaba, se me ocurría que nuestras ciudades fueron construidas en los tiempos en que los hombres todavía respiraban el aire exterior, y que tendría que haber conductos de ventilación para los obreros. No podía pensar en nada más que esos conductos. ¿Habían sido destruidos por todos los tubos nutritivos y los tubos medicinales y los tubos musicales que ha producido la Máquina en los últimos tiempos? ¿O quedaban aún restos? Una cosa estaba clara. Si me encontraba con uno de ellos en algún lugar, sería en los túneles del tren de la sección superior. En los demás lugares el espacio había sido condenado.
»Estoy contándote esto a toda prisa, pero no pienses que no fui cobarde o que tus respuestas no me desanimaban. No está bien, no es mecánico, no es correcto andar por un túnel de tren. No me daba miedo pisar un raíl electrificado y morir. Lo que me daba miedo era mucho más intangible: hacer algo que la Máquina no contemplaba. Entonces me dije: «El hombre es la medida», y fui, y tras muchas visitas acabé encontrando una abertura.
»Los túneles, claro, están iluminados. Todo es luz, luz artificial; la oscuridad es la excepción. Así que cuando vi un hueco oscuro entre las baldosas, supe que era una excepción y me alegré. Metí el brazo —al principio sólo podía meter uno— y lo sacudí en círculos, lleno de dicha. Solté otra baldosa y metí la cabeza, y grité a la oscuridad: «Ya voy, puedo lograrlo», y mi voz resonó a lo largo de infinitas galerías. Me parecía oír los espíritus de los difuntos obreros que noche tras noche habían regresado a la luz de las estrellas y a sus mujeres, y todas las generaciones que habían vivido al aire libre me respondían: «Puedes lograrlo, ya vienes».
Se interrumpió y, pese a lo absurdo de su relato, sus últimas palabras la emocionaron. Porque Kuno había solicitado recientemente ser padre, y su petición había sido rechazada por el Comité. Su tipo no era el que la Máquina pretendía transmitir.
—Entonces llegó un tren. Pasó rozándome, pero pude meter la cabeza y los brazos en el agujero. Ya era suficiente por un día, así que me arrastré hasta el andén, bajé en el ascensor y convoqué la cama. ¡Ah, qué sueños tuve! Y volví a llamarte, y volviste a negarte.
Vashti meneó la cabeza y dijo:
—Para. No sigas contando cosas tan horribles. Me haces sentirme mal. Tú quieres destruir la Civilización.
—Pero había recuperado el sentido del espacio, y un hombre no puede detenerse ahí. Decidí adentrarme en el agujero y escalar el conducto. Así que hice ejercicio con los brazos. Día tras día hacía movimientos ridículos, hasta que me dolía la carne, y así pude colgarme con las manos y sostener la almohada de la cama estirada durante muchos minutos. Entonces convoqué un respirador y partí.
»Al principio fue muy sencillo. El estuco se había podrido parcialmente, así que no tardé en hacer caer del otro lado algunas baldosas más, y trepé tras ellas en la oscuridad, y los espíritus de los muertos me reconfortaban. No sé qué quiero decir con esto. Sólo digo lo que sentí. Sentí por primera vez que se había presentado una denuncia contra la corrupción, y que, puesto que los muertos me reconfortaban, yo reconfortaba a los que aún no han nacido. Sentí que la humanidad existía, y que existía sin sus vestiduras. ¿Cómo podría explicarlo? Yo estaba desnudo, la humanidad parecía estar desnuda, y todos esos tubos y botones y maquinarias no habían venido al mundo con nosotros, ni nos acompañarán cuando salgamos de él, ni tienen tanta importancia mientras estamos aquí. Si hubiera sido fuerte, me habría arrancado hasta el último jirón de la ropa que llevaba y habría salido sin vendajes al aire exterior. Pero eso no es para mí, y quizá no lo sea para mi generación. Escalé con mi respirador y con mis ropas higiénicas y mis tabletas dietéticas. Pero más vale eso que nada.
»Había una escalerilla hecha de algún metal primitivo. La luz procedente del ferrocarril daba sobre los primeros travesaños, y vi que subía hasta salir de los escombros que se acumulaban al fondo del conducto. Quizá nuestros antepasados la utilizaban una docena de veces al día cuando la construyeron. A medida que trepaba, los rebordes me hacían cortes en los guantes hasta hacerme sangrar en las manos. La luz me acompañó durante un tiempo y después se impuso la oscuridad, y, lo que es peor, un silencio que me perforaba los oídos como una espada. ¡La Máquina emite un zumbido! ¿Lo sabías? Ese zumbido entra en la sangre y pueda guiar hasta nuestros pensamientos. ¡Quién sabe! Estaba llegando a un lugar fuera del alcance de su poder. Entonces pensé: «Este silencio significa que estoy haciendo algo mal». Pero oí voces en el silencio y volvieron a darme fuerzas —se rio—. Me hacían falta. Un momento después, me golpeé la cabeza con algo.
Vashti suspiró.
—Había llegado a uno de esos tapones neumáticos que nos protegen del aire exterior. Puede que ya te hayas fijado en ellos desde la aeronave. La oscuridad era total, tenía los pies sobre los travesaños de una escalerilla invisible y cortes en las manos; no me explico cómo podía seguir vivo, pero las voces me calmaban y tanteé en busca de algo a lo que aferrarme. Supongo que el tapón tenía unos dos metros y medio de lado. Pasé la mano por encima hasta donde pude. Era blandísimo. Toqué casi hasta el centro. No del todo, porque mi brazo no es tan largo. Entonces la voz dijo: «Salta. Tienes que intentarlo. Tal vez haya una manivela en el centro y que puedes agarrar para llegar hasta nosotros por ti mismo. Y aunque no haya manivela y caigas y te hagas pedazos, aun así tienes que intentarlo: incluso en ese caso, llegarás a nosotros por ti mismo». Así que salté. Había una manivela y…
Dejó de hablar. En los ojos de su madre se amontonaban las lágrimas. Sabía que su hijo estaba condenado. Si no moría hoy, moriría al día siguiente. No había sitio en el mundo para alguien como él. Y con su tristeza se mezclaba la náusea. Le daba vergüenza haber engendrado un hijo así, después de haber sido tan respetable y prolija en ideas. ¿Era el mismo chiquillo al que había enseñado a utilizar los interruptores y los botones, y al que había dado las primeras lecciones sobre el Libro? El mismo vello que le desfiguraba el labio probaba que estaba retrocediendo hacia alguna especie de tipo salvaje. El atavismo no podía esperar piedad de la Máquina.
—Había una manivela, y me agarré a ella. Quedé suspendido en la oscuridad, casi en trance, mientras oía el zumbido de esa maquinaria como en un sueño que agoniza. Todas las cosas por las que me había interesado y las personas con que había hablado por medio de los conductos me parecieron infinitamente pequeñas. Entre tanto, la manivela giraba. Mi peso había activado algo, y roté lentamente, hasta que…
»No sé cómo describirlo. Estaba tirado en el suelo, con la cabeza vuelta hacia el sol. Sangraba de la nariz y de los oídos y podía oír un rugido tremendo. El tapón había salido disparado de la tierra conmigo agarrado a él, y el aire que producimos bajo tierra salía volando por el canal de la ventilación. Brotaba a chorro. Me arrastré hacia el agujero, porque el aire de fuera duele, y aspiré como pude a grandes bocanadas desde el borde. El respirador había salido disparado quién sabe adónde, y tenía la ropa desgarrada. Me quedé tumbado con los labios junto al agujero y respiré hasta que dejé de sangrar. No puedes imaginarte nada más curioso. El agujero en la hierba (luego te hablaré de él), el sol justo encima de él, no muy resplandeciente sino cubierto por nubes jaspeadas, la paz, la indiferencia, el sentido del espacio y, rozándome la mejilla, ¡el chorro rugiente de nuestro aire artificial! No tardé en dar con el respirador, que revoloteaba en la corriente de aire que pasaba por encima de mi cabeza; y, a mayor altura aún, se veían muchas aeronaves. Pero nadie contempla el paisaje desde las naves, y en cualquier caso nunca habrían podido bajar a recogerme. Allí estaba yo, postrado. El sol iluminaba un sendero que descendía por el conducto y revelaba el travesaño superior de la escalerilla, pero habría sido inútil intentar llegar hasta él. El chorro habría vuelto a lanzarme por los aires, o habría caído y me habría matado. No podía hacer otra cosa que permanecer tumbado en la hierba, dando una bocanada tras otra, y echando de vez en cuando un vistazo a mi alrededor.
»Sabía que estaba en Wessex, porque antes de empezar me había tomado la molestia de asistir a una conferencia sobre el asunto. Wessex se encuentra encima de la habitación en que estamos hablando ahora. En su día fue un estado importante. Sus reyes poseían toda la costa sur desde el Andredswald hasta Cornualles, en tanto que el Wansdyke les protegía por el norte, a lo largo de las tierras altas. Al conferenciante sólo le interesaba el auge de Wessex, así que no sé durante cuánto tiempo fue una potencia internacional, aunque tampoco es que ese conocimiento me hubiera servido de nada. A decir verdad, durante esa parte no podía más que reír. Allí estaba yo, con un tapón neumático al lado y un respirador revoloteando por encima de mí, encerrados los tres en una hondonada tapizada de hierba y rodeada por helechos.
Entonces volvió a adoptar un aire circunspecto.
—Por suerte, era una hondonada, porque el aire empezó a descender y a llenarlo como si fuera agua que cae en un tazón. Pude avanzar a rastras, y más tarde logré ponerme de pie. Respiraba una mezcla en que el aire dañino predominaba en cuanto intentaba trepar por cualquiera de los lados. No era tan grave. No había perdido las tabletas y mantenía absurdamente el buen humor; y, en cuanto a la Máquina, ni me acordaba de ella. Mi único objetivo en ese momento era llegar a lo alto, donde estaba la cerca, y ver qué había más allá.
»Me deslicé a toda prisa por la pendiente. El nuevo aire seguía haciéndome mucho daño, así que volví a bajar rodando después de haber vislumbrado algo gris durante un instante. El sol arrojaba mucha menos luz y recuerdo que estaba en Escorpio, pues también había asistido a una conferencia sobre eso. Si el sol está en Escorpio y uno está en Wessex, eso quiere decir que hay que darse mucha prisa antes de que oscurezca. (Ésta es la primera información útil que he obtenido de una conferencia, y supongo que será la última.) Lo cual me hizo respirar ansiosamente el nuevo aire y avanzar todo lo que pudiera para salir de mi burbuja. La hondonada se llenaba con mucha lentitud. A veces tenía la impresión de que el chorro soplaba con menos ímpetu. El respirador parecía bailar más cerca del suelo; el rugido se reducía.
Kuno calló.
—No sé si esto te interesa. El resto te interesará aún menos. No hay ideas en este relato y ojalá no hubiera insistido tanto para que vinieras. Somos muy diferentes, madre.
Vashti le pidió que continuase.
—Para cuando trepé hasta el borde ya estaba anocheciendo. El sol ya había casi desaparecido del cielo entonces y no pude otear con claridad. Tú, que acabas de sobrevolar el Techo del Mundo, no querrás escuchar lo que pueda contarte sobre las colinas que vi, unas colinas bajas e incoloras. Pero para mí estaban vivas, y el césped que las cubría era una piel bajo la cual se agitaban sus músculos, y sentí que aquellas colinas habían llamado a los hombres con una fuerza incalculable, y que los hombres las habían amado. Ahora duermen, quizá eternamente. En sueños, hablan en voz baja con la humanidad. Dichoso el hombre, dichosa la mujer, que despierte a las colinas de Wessex. Porque aunque estén dormidas, nunca morirán.
Su voz se elevó apasionadamente.
—¿No te das cuenta, ninguno de los conferenciantes os dais cuenta, de que nos estamos muriendo, y de que lo único que vive aquí es la Máquina? Creamos la Máquina para que actuase según nuestra voluntad, pero ya no somos capaces de hacer que la Máquina se someta a ella. Nos ha robado el sentido del espacio y el sentido del tacto, ha disuelto las relaciones humanas y ha reducido el amor a un mero acto carnal, ha paralizado nuestros cuerpos y nuestra voluntad y ahora nos conmina a adorarla. La Máquina se desarrolla, pero no a nuestro servicio. La Máquina sigue funcionando, pero no según nuestras metas. Sólo existimos como las gotas de sangre que corren por sus venas y, si pudiera funcionar sin nosotros, nos dejaría morir. Ah, no tengo remedio; o, mejor dicho, sólo tengo uno: repetirles a los hombres una y otra vez que he visto las colinas de Wessex como las vio el rey Alfredo cuando derrotó a los daneses.
»Entonces se puso el sol. He olvidado decir que entre mi colina y las demás había un cinturón de niebla, y que tenía el color de la perla.
Volvió a callar.
—Sigue —dijo su madre cansinamente.
Kuno negó con la cabeza.
—Sigue. Nada de lo que digas podrá angustiarme más. Me he acostumbrado.
—Quería contarte el resto, pero no puedo. Sé que no puedo. Adiós.
Vashti no sabía qué hacer. Las blasfemias que había pronunciado Kuno la habían alterado. Pero también tenía curiosidad.
—No es justo —protestó—. Me haces venir desde el otro lado del mundo para oír esta historia y voy a oírla. Cuéntame, lo más brevemente posible, porque estamos perdiendo el tiempo de forma demencial, cuéntame cómo volviste a la Civilización.
—¡Ah, eso…! —se sobresaltó—. Quieres que te hable de la Civilización. Desde luego. ¿Te he contado que el respirador cayó al suelo?Vashti y su hijo Kuno
—No, pero ahora lo entiendo todo. Te pusiste el respirador y conseguiste andar por la superficie de la Tierra hasta llegar a un vomitorio, y entonces se informó de tu comportamiento al Comité Central.
—Nada de eso.
Kuno se pasó la mano por la frente, como si tratara de ahuyentar un recuerdo inquietante. Entonces retomó el relato y volvió a apasionarse con él.
—El respirador acabó cayendo hacia el anochecer. Ya te he contado que el chorro había perdido fuerza, ¿no?
—Sí.
—Hacia el anochecer dejó caer el respirador. Como he dicho, me había olvidado por completo de la Máquina, y apenas me daba cuenta del tiempo, pues me tenían ocupado otras cosas. Me quedaba la reserva de aire, que podía respirar cuando el frío del aire exterior se volvía insoportable, y que probablemente podría durar varios días, siempre que un viento no apareciera de golpe para dispersarlo. Tardé mucho en percatarme de lo que significaba el final del escape de aire. Es decir, el hueco del túnel había sido reparado: el Sistema de Reparación; el Sistema de Reparación había salido tras mis pasos.
»Había recibido otro aviso, pero no le di importancia. El cielo por la noche era más claro que durante el día, y la luna, que se hallaba hacia la mitad del cielo bajo el lugar del sol, por momentos iluminaba el valle con mucha luz. Yo seguía en el mismo lugar —en el límite entre las dos atmósferas— cuando creí ver algo oscuro moviéndose por el fondo de la hondonada, hasta que desapareció por el conducto. Estúpidamente, bajé a toda prisa. Me incliné hacia delante y presté atención, y creí oír una leve fricción en el fondo.
»En ese momento —pero ya era muy tarde— me di cuenta del peligro. Decidí ponerme el respirador y salir del valle de inmediato. Pero el respirador había desaparecido. Sabía exactamente dónde había caído —entre el tapón y la abertura— e incluso podía notar la huella que había dejado en el césped. Había desaparecido, y me di cuenta de que estaba ocurriendo algo maligno y que me convenía huir hacia el otro aire, y, si debía morir, más valía morir corriendo hacia la nube de color perlado. No llegué a moverme. Desde el agujero… Es horrible. Un gusano, un largo gusano blanco salió arrastrándose del agujero y se deslizó por la hierba que iluminaba la luna.
»Grité. Hice todo lo que no tenía que hacer, pisoteé a la criatura en lugar de huir corriendo, e inmediatamente se enroscó alrededor de mi tobillo. Entonces peleamos. El gusano me dejó correr a lo largo de la hondonada, pero siguió reptando por mi pierna. “¡Socorro!”, grité. (Esta parte es horrible. Forma parte de lo que nunca sabrás.) “¡Socorro!”. (¿Por qué no sabemos sufrir en silencio?) “¡Socorro!”, grité. Entonces mis piernas se enredaron, caí al suelo, y fui arrastrado lejos de los queridos helechos y de las colinas vivientes, y más allá del gran tapón de metal (esto puedo contártelo), y pensé que podría volver a salvarme si me agarraba a la manivela. Pero también la manivela estaba enredada, también la manivela. El valle estaba lleno de esas cosas, que husmeaban por todas partes y lo desbrozaban todo, y los blancos hocicos del resto escrutaban fuera del agujero, dispuestos a intervenir si fuera necesario. Estaban trayendo todo lo que podía moverse: rastrojos, trozos de valla, cualquier cosa, y en el fondo todo se mezclaba caóticamente. Lo último que vi, antes de que el tapón se cerrase a mis espaldas, fue un puñado de estrellas, y tuve la sensación de que un hombre de mi especie vivía en el cielo. Porque me debatí, me debatí hasta el fin, y no paré hasta que me golpeé la cabeza contra la escalerilla. Desperté en esta habitación. Los gusanos habían desaparecido, estaba rodeado de aire artificial, luz artificial y paz artificial, y mis amigos me llamaban para saber si había tenido alguna idea nueva últimamente.
Aquí terminó la historia. Era imposible discutirla, y Vashti se giró para marcharse.
—Esto acabará en un Desahucio —dijo con calma.
—Ojalá —replicó Kuno.
—La Máquina ha sido muy compasiva.
—Prefiero la compasión de Dios.
—Con esa fórmula supersticiosa, ¿quieres decir que podrías vivir en el aire exterior?
—Sí.
—¿Has visto alguna vez, a los lados de los vomitorios, los huesos de los expulsados después de la Gran Rebelión?
—Sí.
—Los dejaron allí donde habían muerto para nuestra edificación. Unos pocos consiguieron salir de allí, pero también ellos perecieron. ¿Quién lo duda? Y eso mismo ocurre con los Desahuciados de hoy. La superficie terrestre ya no es apta para la vida.
—En efecto.
—Pueden sobrevivir los helechos y un poco de hierba, pero todas las formas superiores se han extinguido. ¿Las ha divisado alguna aeronave?
—No.
—¿Ha hablado de ellas algún conferenciante?
—No.
—¿A qué viene entonces esta obstinación?
—¡Porque les he visto! —explotó Kuno.
—¿Qué es lo que has visto?
—Porque les he visto en el crepúsculo; porque una mujer vino en mi ayuda cuando grité; porque los gusanos también la capturaron a ella, sólo que tuvo más suerte que yo y la mató uno de ellos atravesándole el cuello.
Estaba loco. Vashti salió de allí, y, en los trastornos que se producirían más tarde, nunca más volvió a ver su cara.

(Las imágenes de la entrada pertenecen al arte de Sandra Izquierdo).

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E. M. Foster

Escritor británico, (1879-1979). Narrador y ensayista conocido por la acidez y el preciosismo de su escritos. Autor de novelas como "Una habitación con vistas" o "Pasaje a la India". El cuento que presentamos se editó en el volumen de cuentos titulado "The Eternal Moment and other stories" en 1928, aunque había sido escrito en 1909

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