“El silencio no es solo la ausencia de ruido”. Con estas palabras abre el prólogo a su libro Historia del silencio Alain Corbin, traducido para la prestigiosa y cuidada colección Acantilado de Barcelona por Jordi Bayod. Se trata de un texto bien urdido y con una ordenación de una claridad y didactismo encomiables, que trata de hacer un recorrido por la presencia del concepto silencio en la Literatura, aunque se centre mayoritariamente en la producida a partir del siglo XVIII, especialmente en Francia. Tanto es así, que la presencia de referencias a autores no francófonos, y aun no franceses, es bastante limitada si la comparamos con la de autores de textos en francés. Sin embargo, eso no desmerece el calado intelectual y la facilidad con que el discurso fluye para el lector puesto que resulta una lectura provechosa y grata. Tal vez haya que señalar en este sentido que el horizonte teórico en torno a la idea de Literatura hacia el que parece mirar el autor sea el delimitado por autores como Michel Foucault o Roland Barthes, lo que tal vez clarifique un tanto la selección de textos y autores para su estudio.
Cada una de las partes de las que consta el ensayo, un total de ocho, giran en torno al eje central de un pequeño capítulo llamado “Interludio: José y Nazaret o el absoluto del silencio”, en los que se rastrean no solo los lugares donde los autores han buscado o encontrado el silencio, sino el silencio mismo en su relación con las palabras y la creación literaria hasta la recreación misma del silencio con el ente sonoro, semántico y sintáctico del que se nutre la Literatura.
En la primera parte “El silencio y la intimidad de los lugares”, Corbin rastrea su presencia en la intimidad de ciertos lugares privilegiados “donde el silencio impone una sutil omnipresencia, lugares donde, con frecuencia, el silencio aparece como un ruido delicado, leve, continuo y anónimo”, según el autor. Iglesias, templos, bibliotecas, cárceles y, sobre todo, la casa con sus diferentes estancias y corredores, suelen ser los más usuales y que ilustra con ejemplos del Realismo francés principalmente. Sin embargo, es en la segunda parte, “Los silencios de la Naturaleza”, donde Corbin empieza a incidir en el imaginario del lector de forma más clara pues hace un repaso de los lugares de la Naturaleza donde parece haber una sintonía entre el denominado por diversos autores como silencio interior y el espacio o densidad atmosférica creada por efecto de lo silencioso en la luz de Leconte de Lisle, el desierto, los bosques de Thoureau, el mar de Chateaubriand y Camus o el silencio del campo en diversos autores como Balzac o las montañas del Romanticismo.
Sin embargo, el silencio como fenómeno físico se confunde en una parte de la literatura con una aspiración espiritual, con una búsqueda, tal como se presenta en el tercer capítulo del libro:
“Las búsquedas del silencio son múltiples, antiguas, universales. Impregnan toda la historia humana: hindúes, budistas, taoístas, pitagóricos y, claro está, cristianos, católicos y, tal vez más aún, ortodoxos han experimentado la necesidad y los beneficios del silencio”.
Ante todo, el silencio religioso se ha identificado con la citada oratio interior de Fumaroli, esto es, la condición imprescindible que marca la relación con la divinidad en gran parte de las religiones.
La oración es en este sentido camino de purificación y consuelo, la huida del ruido del mundo y aun de la palabra por su incapacidad de expresión de lo inefable. El ensayo refleja en este punto las cumbres de la mística española, las meditaciones de San Ignacio de Loyola o la disciplina trapense, y yendo un poco más allá, lo pone en relación del concepto de la vanitas y las naturalezas muertas de la pintura barroca.
Sin lugar a dudas, el silencio es el camino de la oración y de la naturaleza incognoscible y por tanto superior de la divinidad, por lo que el alma, al modo de las creencias ortodoxas, apunta Corbin, debe sumirse en la tiniebla del silencio como vía para entrar en el silencio de Dios.
Sin embargo, el aprendizaje de dicho camino exige una disciplina, tal como refleja el capítulo cuarto del libro. Abundan las citas a autores que hablan sobre las virtudes de guardar silencio y los tratados sobre cómo y en qué situaciones el hombre virtuoso debe permanecer en silencio, sobre todo en los ámbitos públicos o aquellos sometidos a un régimen especial. El ruido, además, es percibido desde el siglo XIX como algo negativo que, muy a nuestro pesar, se ha perpetuado y aumentado hasta nuestros días en un mundo saturado por este fenómeno.
Llegado a este punto, la Historia del silencio hace una inflexión con un texto breve y axial, un interludio donde se reflexiona sobre el silencio absoluto de un personaje bíblico fundamental, José, y su total ausencia de voz en los textos sagrados, paradigma del guardián fiel de un precioso y terrible secreto que marcará su destino.
Seguidamente, es casi natural que el siguiente apartado se dedique al silencio como lengua del alma, definido siguiendo a Le Clézio “como la suprema consumación del lenguaje y de la conciencia”, en la línea de la filosofía de Wittgenstein. El silencio es trascendencia, base de la reflexión y de la divinidad kierkegaaidiana o cómo “la presencia de la palabra silenciosa de Dios en la quietud del silencio de la noche oscura” de San Juan de la Cruz. Existe, sin embargo, otra cara señalada brevemente de este lenguaje: el abismo de la página en blanco y los territorios de la escritura.
Por otro lado, los tratadistas y moralistas de los siglos XVII y XVIII, como Gracián, Montesquie o Rochefoucault abordan las tácticas del individuo para ocultarse tras el velo de la mudez como medio de supervivencia en una sociedad de apariencias como un arte, arte de callar en el siguiente capítulo, “Las tácticas del silencio”.
Y es que el arte de ocultarse también vale para el amor. Se señala cómo en las relaciones sentimentales el silencio es un ingrediente fundamental. Tanto los éxtasis amorosos y también eróticos como el silencio destructivo en la pareja son componentes fundamentales en la literatura burguesa, nuevamente sobre todo francesa, de la novelística señalada por Corbin.
El último capítulo, posiblemente el más interesante, supone la culminación a modo de epílogo de las referencias literarias que el ensayo va recopilando como evidencias de la tesis de que el silencio es también la constatación de una dialéctica negativa del sujeto moderno, sumido en la soledad o la marginación que constatan la ausencia de un Dios ensombrecido o la ausencia de valores. En este sentido, lo incomprensible de la existencia humana se manifiesta en numerosos poetas del siglo XIX, como Vigny o Victor Hugo, quienes manifiestan el terror al silencio cuya radical y más alta constatación sería la poesía de Paul Celan, negadora de la entidad de un Dios sordo y mudo ante el sufrimiento humano durante el exterminio nazi.
En el periplo al que nos invita el autor, se hace un repaso tanto de los aspectos positivos del silencio como los negativos que ha recogido desde la Modernidad de mediados del siglo XVI hasta el siglo XX la Literatura. La conclusión clara es que el ser humano está en pugna con ese silencio unas veces redentor o salvador, otras como materialización física de una insatisfacción individual y social. Entrar en sus umbrales es entrar en relación con lo interior, con Dios y con la Muerte.
