(Publicamos este cuento gracias a la generosidad de Ediciones El Salmón,
que nos ha cedido la posibilidad de reproducir aquí su magnífica edición y traducción).
I
La aeronave
Imaginad, si podéis, una habitación pequeña, de forma hexagonal como la celdilla de una abeja. No la ilumina ni ventana ni lámpara, pero está llena de una claridad suave. No hay aberturas para la ventilación, pero el aire es fresco. No hay instrumentos musicales, pero, en el momento en que comienza mi meditación, sonidos melodiosos resuenan en el cuarto. En el centro hay un sillón, con una mesilla al lado; ése es todo el mobiliario. Y en el sillón yace un bulto de carne envuelto en vendas: una mujer de metro y medio de estatura, con una cara blanca como un hongo. A ella le pertenece este cuartito.
Sonó un timbre eléctrico.
La mujer pulsó un interruptor y la música quedó en silencio.
«Tendré que ir a ver quién es», pensó, y puso en marcha la silla. Al igual que la música, la impulsaba un mecanismo, y se deslizó hasta el otro extremo de la habitación, donde el timbre sonaba con impertinencia.
—¿Quién es? —preguntó. Su voz mostraba irritación, porque ya la habían interrumpido varias veces desde que empezara a sonar la música. Conocía a varios miles de personas, pues en diversos ámbitos las relaciones humanas habían avanzado muchísimo.
Pero cuando se puso el receptor al oído, su blanco rostro se arrugó en una sonrisa, y dijo:
—Muy bien. Hablemos. Voy a aislarme. No espero nada importante durante los próximos cinco minutos, así que cinco minutos completos es lo que puedo concederte, Kuno. Luego tengo que dar la charla de «Música durante el Periodo Australiano».
Tiró del pomo de aislamiento para que nadie más pudiera dirigirse a ella. A continuación pulsó el equipo de iluminación y el cuarto quedó a oscuras.
—Date prisa! —dijo en voz alta, otra vez irritada—. Date prisa, Kuno; estoy a oscuras perdiendo el tiempo.
Pero tuvieron que transcurrir quince segundos antes de que la placa redonda que tenía entre las manos empezase a resplandecer. Una tenue luz azul apareció de repente en su superficie y fue tornándose morada, y poco después pudo ver la imagen de su hijo, que vivía en la otra punta de la tierra, y él pudo verla a ella.
—Kuno, qué lento eres.
Su hijo sonrió con aire grave.
—Creo que te gusta remolonear.
—Te he llamado antes, madre, pero estabas ocupada o aislada. Tengo algo que decirte.
—¿Qué, hijo mío? Date prisa. ¿Por qué no podías mandármelo por correo neumático?
—Porque prefiero decírtelo de viva voz. Quiero…
—¿Y bien?
—Quiero que vengas a verme.
Vashti observó el rostro de su hijo en la placa azul.—¡Pero si ya estoy viéndote! —exclamó—. ¿Qué más quieres?
—Quiero verte sin pasar por la Máquina —dijo Kuno—. Quiero hablar contigo sin pasar por el engorro de la Máquina.
—¡Chsss! —dijo su madre, vagamente sorprendida—. No debes hablar mal de la Máquina.
—¿Por qué no?
—Porque eso no se hace.
—Hablas como si la Máquina fuera obra de un dios —gritó el otro—. Supongo que le rezas cuando estás triste. La hicieron los hombres, no lo olvides. Grandes hombres, pero sólo hombres. La Máquina es mucho, pero no lo es todo. Ahora veo algo que se parece a ti en esta placa, pero no te veo a ti. Oigo algo que se parece a ti en este teléfono, pero no te oigo a ti. Por eso quiero que vengas. Ven a verme, para que podamos vernos cara a cara y hablar de mis esperanzas.
Ella respondió que no disponía de tanto tiempo como para ir de visita.
—La nave aérea apenas tarda dos días en venir hasta aquí.
—No me gustan las naves aéreas.
—¿Por qué?
—No me gusta ver esa horrorosa tierra parda, ni el mar, ni las estrellas de noche. En una nave aérea no puedo tener ideas.
—Yo no puedo hacerlo en ningún otro lugar.
—¿Pero qué tipo de ideas puede inspirarte el aire?
Kuno calló por un momento.
—¿No conoces cuatro estrellas que forman un rectángulo, y tres estrellas juntas en el centro de ese rectángulo, y otras tres estrellas que cuelgan de estas tres?
—No. No me gustan las estrellas. ¿Pero es que te han inspirado una idea? Qué interesante; cuéntame.—Se me ocurrió la idea de que parecían un hombre.
—No entiendo.
—Las cuatro estrellas más grandes son los hombros y las rodillas del hombre. Las tres del centro se parecen a los cinturones que los hombres llevaban antes, y las tres que cuelgan son como una espada.
—¿Una espada?
—Los hombres iban con espada, para matar animales o a otros hombres.
—No me parece una idea muy buena, pero desde luego que es original. ¿Cuándo se te ocurrió?
—En la nave aérea… —se interrumpió, y Vashti tuvo la impresión de que Kuno estaba triste. No podía estar segura, ya que la Máquina no transmitía matices en la expresión. Sólo ofrecía una idea general de las personas; una idea que bastaba para las cuestiones prácticas, pensó Vashti. La Máquina no tenía en cuenta el imprevisible florecer, que una filosofía caída en desgracia consideraba la esencia verdadera de las relaciones, del mismo modo en que los productores de fruta artificial desdeñaban el imprevisible florecer de la uva. Hacía tiempo que nuestra raza se contentaba con lo que estuviera «bastante bien».
—Lo cierto —continuó su hijo— es que quiero volver a ver esas estrellas. Son curiosas. Quiero verlas no desde la nave aérea, sino desde la superficie de la Tierra, como hacían nuestros ancestros, hace miles de años. Quiero visitar la superficie terrestre.
Ella volvió a mostrar sorpresa.
—Madre, tienes que venir aunque sólo sea para explicarme qué peligro hay en visitar la superficie de la Tierra.
—No hay ningún riesgo —replicó mientras intentaba controlarse—. Pero tampoco hay beneficio. La superficie terrestre no es más que polvo y barro, y te haría falta un respirador, porque el frío del aire exterior podría matarte. En ese aire se muere instantáneamente.
—Lo sé; por supuesto, tomaré precauciones.
—Y además…
—¿Qué?
Reflexionó y escogió con cuidado lo que iba a decir. Su hijo tenía un carácter extraño, y deseaba disuadirle de emprender la expedición.
—Eso se opone al espíritu de nuestra época —afirmó.
—¿Quieres decir que se opone a la Máquina?
—En cierto modo, pero…
La imagen de su hijo estaba difuminándose.
—¡Kuno!
Su hijo se había aislado.
Durante un momento, Vashti se sintió sola.
Entonces encendió la luz, y la mera visión de su habitación, inundada de claridad y repleta de botones eléctricos, la animó. Había botones e interruptores por todas partes: para pedir comida, música o ropa. Había un botón del baño caliente, que, al apretarlo, hacía salir del suelo una bañera de mármol rosa (de imitación), llena hasta el borde de un líquido caliente e inodoro. Había un botón para el baño frío. Había un botón que producía literatura y, claro está, había botones mediante los cuales se comunicaba con sus amigos. La habitación, aunque no contenía nada, estaba en contacto con todo lo que a ella le importaba en el mundo.
El siguiente gesto de Vashanti fue para apagar el interruptor de aislamiento, y todas las comunicaciones acumuladas tres minutos cayeron sobre ella. La habitación se llenó del ruido de campanas y tubos parlantes. ¿Cómo era la nueva comida? ¿Se la recomendaba? ¿Había tenido alguna idea últimamente? ¿Estaba dispuesta a escuchar las ideas de los demás? ¿Le apetecería visitar las guarderías públicas dentro de un tiempo, por ejemplo, en el plazo de un mes?
Respondió a la mayoría de estas preguntas con irritación, lo cual era un talento en auge en aquella época de celeridad. Dijo que la nueva comida era malísima. Que no podía visitar las guarderías públicas debido al exceso de compromisos. Que no tenía ideas propias pero que acababan de contarle una: que cuatro estrellas y tres en el centro eran como un hombre: dudaba de que fuera una idea de interés. A continuación desconectó a sus interlocutores, porque era la hora de pronunciar su conferencia sobre la música australiana.
El poco práctico sistema de reuniones públicas se había abandonado desde hacía mucho tiempo; ni Vashti ni su audiencia salían de sus habitaciones. Sentada en el sillón, hablaba mientras los demás podían oírla más o menos bien desde sus sillones, y verla más o menos bien. Comenzó con un cómico relato musical del periodo pre-Mongol, y siguió describiendo la gran explosión de la canción que sucedió a la conquista de China. Por muy remotos y primitivos que fueran los métodos de I-San-So y de la escuela de Brisbane, Vashti tenía la impresión (dijo) de que su estudio podría ser gratificante para los músicos de hoy: tenían frescura; tenían, sobre todo, ideas. Su conferencia, que duró diez minutos, tuvo una buena acogida y, al terminar, ella y gran parte de su público escuchó una conferencia sobre el mar; del mar podían obtenerse ideas; el conferenciante se había puesto un respirador y lo había visitado en fechas recientes. Luego, Vashti comió, habló con muchos amigos, se dio un baño, volvió a hablar y convocó la cama.
No le gustaba mucho esa cama. Era demasiado grande, y preferiría una más pequeña. Era inútil quejarse, porque las camas tenían la misma talla en todo el mundo, y para disponer de una con un tamaño distinto habría hecho falta introducir vastas transformaciones en la Máquina. Vashti se aisló —era necesario porque bajo tierra no había ni día ni noche— y repasó todo lo que le había ocurrido desde la última vez que había convocado la cama. ¿Ideas? Casi ninguna. Acontecimientos… ¿era un acontecimiento la invitación de Kuno?
Junto a ella, en la mesilla, había un vestigio de la era del desperdicio: un libro. Era el Libro de la Máquina, que contenía instrucciones para cualquier posible contingencia. Si tenía calor o frío o indigestión o no daba con una palabra, se dirigía al libro, que le diría qué botón tenía que apretar. Lo había publicado el Comité Central. De acuerdo con una tendencia cada vez más extendida, la cubierta era lujosa.
Recostada en la cama, lo sostuvo entre las manos con reverencia. Echó una ojeada al cuarto iluminado, como si alguien pudiera estar vigilándola. Entonces, a medio camino entre la vergüenza y el placer, musitó: «¡Oh, Máquina!», y levantó el volumen hacia sus labios. Tres veces lo besó, tres veces inclinó la cabeza, tres veces sintió el delirio de la aquiescencia. Concluido el ritual, pasó a la página 1.367, que indicaba los horarios de salida de las aeronaves desde la isla del hemisferio sur, bajo cuyo suelo vivía ella, para ir a la isla del hemisferio norte, en cuyo subterráneo vivía su hijo.
Pensó: «No tengo tiempo».
Oscureció la habitación y durmió; despertó y la iluminó; comió e intercambió ideas con sus amigos, y oyó música y escuchó conferencias; oscureció la habitación y durmió. Por encima de ella, por debajo, y también en torno a ella, la Máquina zumbaba eternamente; Vashti no se percataba del ruido, porque había nacido con él en los oídos. La tierra, que la sostenía, zumbaba en mitad del silencio, exponiéndola ora al invisible sol, ora a las invisibles estrellas. Despertó e iluminó la habitación.
—¡Kuno!
—No hablaré contigo —respondió— hasta que vengas.
—¿Has estado en la superficie terrestre desde la última vez que hablamos?
Su imagen se apagó.
Vashti consultó el Libro. Estaba poniéndose muy nerviosa, y se recostó temblando en la silla. Imaginadla sin dientes ni pelo. Poco después, deslizó la silla hacia la pared y apretó un botón poco habitual. La pared giró lentamente. Al otro lado de la apertura vio un túnel que se curvaba ligeramente, así que no podía verse adónde llevaba. En el caso de que fuera a ver a su hijo, el viaje empezaría aquí.
Evidentemente, lo sabía todo sobre el sistema de comunicación. No había ningún misterio. Sólo tenía que convocar un coche e ir volando por el túnel hasta el ascensor que comunicaba con la estación de las aeronaves: el sistema había estado en uso durante muchos, muchos años, antes de la instauración universal de la Máquina. Y, por supuesto, Vashti había estudiado la civilización que había precedido a la suya, esa civilización que había confundido las funciones del sistema y lo había utilizado para acercar las personas a las cosas, en lugar de acercar las cosas a las personas. ¡Qué graciosos aquellos días en que los hombres se desplazaban para cambiar de aires, en lugar de cambiar el aire de la habitación! Y sin embargo, el túnel le daba miedo: no lo había visto desde que naciera su último hijo. El corredor se curvaba, pero no tanto como ella recordaba; resplandecía, pero no tanto como había dado a entender alguien en una conferencia. La experiencia directa aterrorizaba a Vashti. Entró reculando en la habitación y la pared volvió a cerrarse.
—Kuno —dijo— no puedo ir a verte. No me encuentro bien.
De repente, un aparato enorme descendió del techo hacia ella, un termómetro se introdujo automáticamente entre sus labios y un estetoscopio se apoyó automáticamente en su corazón. Vashti se acostó, inerme. Unas almohadillas frías le masajearon la frente. Kuno había enviado un telegrama al médico de su madre.
Así es como las pasiones humanas seguían creando fricciones en la Máquina. Vashti bebió el jarabe que el médico le inyectaba en la boca y la maquinaria se retiró al techo. Se oyó la voz de Kuno, preguntándole qué tal estaba.
—Mejor —y luego con irritación—, ¿pero por qué no prefieres venir tú?
—Porque no quiero marcharme de aquí.
—¿Por qué?
—Porque en cualquier momento puede suceder algo espectacular.
—¿Todavía no has ido a la superficie terrestre?
—Aún no.
—¿Entonces qué pasa?
—No te lo diré por medio de la Máquina.
Vashti reanudó su vida.
Pero pensó en la niñez de Kuno, en su nacimiento, en el momento en que lo envió a las guarderías públicas, en la visita que le hizo allí, en las visitas de él… visitas que terminaron cuando la Máquina le asignó una habitación en el otro extremo de la tierra. «Padres, deberes de los», decía el Libro de la Máquina, «concluyen en el momento del nacimiento, p. 422.327.483». Cierto, pero Kuno era especial en algo —de hecho, todos sus hijos habían sido especiales— y, al fin y al cabo, si él lo deseaba, tendría que hacer ese viaje. Y «puede suceder algo espectacular». ¿Qué quería decir eso? Disparates de un muchacho, sin duda, pero debía ir. Volvió a apretar aquel botón poco común, la pared volvió a abrirse y vio el túnel que se curvaba hasta donde se perdía la vista. Cerrando el libro de golpe, se levantó, trastabilló hasta el andén y convocó el coche. La habitación se cerró a su espalda: había empezado el viaje al hemisferio norte.
Obviamente, era algo comodísimo. El coche se acercó, y vio en su interior el mismo tipo de sillones que en su hogar. Cuando se lo indicó, el vehículo se detuvo y Vashti entró en el ascensor a trompicones. Había dentro otro pasajero, el primer congénere que veía en persona desde hacía meses. En aquellos días eran pocos los que viajaban, ya que, gracias al avance de la ciencia, la Tierra era exactamente igual en todas partes. Las comunicaciones veloces, que tantas esperanzas habían suscitado en las civilizaciones anteriores, habían terminado por abolirse a sí mismas. ¿Para qué ir a Pekín si era igual que Shrewsbury? ¿Para qué volver a Shrewsbury si iba a ser idéntico a Pekín? Los hombres raras veces movían sus cuerpos; toda su inquietud se concentraba en el alma.
El servicio de aeronaves era una reliquia de la era anterior. Si se mantenía era porque sería más caro suprimirlo o reducirlo, pero en aquel momento excedía de lejos las necesidades de la población. Una nave tras otra se elevaba desde los vomitorios de Rye o Christchurch (uso los nombres de antaño), volaba por un cielo atestado y llegaba —vacía— con puntualidad a los hangares del sur. El sistema funcionaba con tal precisión, con tal independencia de la meteorología, que el cielo, ya estuviera nublado o en calma, parecía un vasto caleidoscopio en que se formaban periódicamente los mismos dibujos. La nave en que viajaba Vashti salía al anochecer y al alba. Pero siempre, a su paso por Reims, pasaría junto a la que hacía el trayecto entre Helsingfors y los Brasiles, y, cada tres veces que sobrevolaba los Alpes, la flota de Palermo atravesaría su estela. La noche y el día, el viento o la tormenta, la marea o el terremoto, habían dejado de ser obstáculos para el hombre, que había domesticado el Leviatán. Toda la literatura antigua, con su exaltación de la Naturaleza, su miedo a la Naturaleza, resultaba falsa como el parloteo de un niño.
Sin embargo, en cuanto Vashti vio el amplio flanco de la nave, blanqueado por el contacto con el aire exterior, el terror de la experiencia directa volvió a aparecer. No se parecía en nada a las aeronaves del cinematofoto, puesto que desprendía un olor, ni fuerte ni desagradable, pero olía, y aun con los ojos cerrados se habría dado cuenta de que había algo nuevo a su lado. Entonces tuvo que caminar desde el ascensor a su interior y exponerse a las miradas del resto de pasajeros. El hombre que estaba frente a ella dejó caer su Libro, lo cual no era nada grave, pero hizo que todos se sintieran incómodos. En las habitaciones, si el Libro caía, el suelo lo levantaba mecánicamente, pero la pasarela que llevaba a la aeronave no estaba preparada para ello, y el volumen sagrado quedó en el suelo, inerte. Los pasajeros se quedaron quietos —aquello era algo imprevisto— y el hombre, en lugar de recoger lo que era suyo, se tocó los músculos del brazo para saber por qué le habían fallado. Entonces, alguien exclamó nítidamente: «Vamos a llegar tarde», y todos se amontonaron para subir a bordo, lo que hizo que Vashti pisara las páginas del libro al entrar.
Ya en el interior, su angustia fue en aumento. La disposición de los muebles era anticuada y burda. Había una azafata a la que tendría que comunicar sus necesidades durante el viaje. Por supuesto, una cinta deslizante recorría la eslora de la nave, pero luego tendría que ir a pie desde ella hasta su camarote. Algunos camarotes eran mejores que otros, y no le tocó uno de los más buenos. Pensó que la azafata había actuado de mala fe, lo que le hizo temblar de rabia. Las válvulas de cristal se habían cerrado y no podía volverse atrás. Vio al fondo del vestíbulo el ascensor en que había ascendido, que ahora subía y bajaba vacío y en silencio. Bajo aquellos pasillos de azulejos resplandecientes había habitaciones, una capa por debajo de otra, hasta una gran profundidad, y en cada habitación había un ser humano comiendo, o durmiendo, o produciendo ideas. Y, en la profundidad de esa colmena, estaba su propia habitación. Vashti tuvo miedo.
—¡Máquina! ¡Oh, Máquina! —murmuró, y acarició el Libro, y se sintió reconfortada.
Entonces, los laterales del vestíbulo parecieron fundirse, como ocurre con los pasillos que vemos en los sueños, el ascensor desapareció, el Libro que había caído al suelo se deslizó hacia la izquierda y desapareció, los límpidos azulejos pasaron a toda velocidad como un torrente, se oyó una ligera sacudida y la aeronave salió del túnel para elevarse sobre las aguas de un océano tropical.
Era de noche. Por un instante vio la costa de Sumatra, perfilada por la fosforescencia de las olas y coronada por faros que seguían enviando unos haces de luz a los que nadie prestaba atención. También esas luces desaparecieron y sólo quedaron las estrellas para distraerla. No estaban inmóviles, sino que oscilaban a un lado y a otro sobre su cabeza, saltando en bloque de una ventanilla a otra, como si lo que giraba no fuera la nave sino el universo. Y, como suele ocurrir en las noches despejadas, las estrellas parecían estar ora en perspectiva, ora en un plano; ora dispuestas en capas hacia los cielos infinitos, ora ocultando el infinito, un techo que limita eternamente las visiones de los hombres. Tanto en un caso como en otro le resultaban intolerables. «¿Vamos a viajar a oscuras?», exclamaban los pasajeros con indignación, y la azafata, que había permanecido inmutable, encendió la luz y bajó las persianas de metal plegable. Cuando se construyeron las aeronaves aún pervivía el deseo de mirar directamente a las cosas. De ahí el extraordinario número de ventanillas y claraboyas y la consecuente incomodidad para aquellos que estaban formados en la civilización y el refinamiento. Incluso en el camarote de Vashti se filtraba la luz de una estrella a través de una fisura en la persiana, y, después de unas horas de sueño inquieto, la despertó un fulgor desconocido, que era el amanecer.
A medida que la nave volaba velozmente hacia el oeste, la Tierra giraba aún más rápido hacia el este, y había arrastrado a Vashti y a sus compañeros de viaje hacia el sol. La ciencia podía prolongar la noche, pero sólo durante un tiempo, y ya se habían olvidado aquellas exaltadas esperanzas de neutralizar la rotación diaria de la Tierra, junto con otras esperanzas aún más exaltadas. «Marchar al ritmo del sol», o incluso adelantarlo, había sido el objetivo de la civilización precedente. Se habían construido aviones de carreras con este propósito, capaces de alcanzar una velocidad fabulosa, y pilotados por los mayores cerebros de la época. Dieron la vuelta al globo una y otra vez, hacia poniente, una y otra vez, entre las ovaciones de la humanidad. En vano. El globo siempre giraría hacia oriente más rápido, se produjeron algunos accidentes horribles y el Comité de la Máquina, que por aquel entonces iba ganando en importancia, dictaminó que la carrera era ilegal, amecánica y punible con el Desahucio.
Del Desahucio se hablará más adelante.
No hay duda de que el Comité tenía razón. Sin embargo, los intentos de «vencer al sol» suscitaron el último interés común que llegó a experimentar nuestra raza por los cuerpos celestes o, en general, por un asunto concreto. Fue la última vez que los hombres se pusieron de acuerdo en pensar en un poder exterior al mundo. El sol había triunfado, pero fue el final de su dominio espiritual. El amanecer, el mediodía, el crepúsculo o el recorrido zodiacal ya no conmovían ni las vidas ni los espíritus de los hombres, y la ciencia se retiró al subsuelo para concentrarse en los problemas que tenía la certeza de poder solucionar.
Así pues, cuando Vashti se encontró con que un dedo de luz rosada invadía el camarote, se enfadó e intentó ajustar la persiana. Pero ésta se abrió del todo, y vio por la ventanilla unas nubecitas rosas que flotaban sobre un fondo azul y, a medida que el sol iba elevándose, su resplandor entraba de lleno y cubría la pared como un mar dorado. Se alzó y cayó siguiendo el movimiento de la aeronave, como las olas se elevan y caen, pero avanzaba a buen ritmo, como avanza la marea. Si Vashti no tenía cuidado, la luz solar le daría de lleno en la cara. Sintió un espasmo de terror y llamó a la azafata, que también se sintió horrorizada, aunque no podía hacer nada; entre sus funciones no se contaba arreglar la persiana. Sólo pudo proponerle que cambiase de camarote, para lo que dispuso lo necesario.
Las personas eran casi iguales en todo el mundo, pero la azafata de la aeronave, quizá debido a sus tareas excepcionales, había llegado a distinguirse un poco de lo normal. A menudo tenía que dirigirse verbalmente a los pasajeros, lo que la había dotado de una cierta aspereza y una conducta original. Cuando Vashti dio un brinco para apartarse de los rayos del sol con un grito, la azafata se comportó bárbaramente: tendió la mano para sostenerla.
—¿Cómo se atreve? —exclamó la pasajera—. ¡Compórtese como es debido!
La mujer estaba perpleja, y se disculpó por no haberla dejado caer. La gente no se tocaba nunca. Esa costumbre había quedado obsoleta, debido a la Máquina.
—¿Ahora dónde estamos? —preguntó Vashti con altanería.
—Estamos sobrevolando Asia —dijo la azafata, deseosa de mostrarse amable.
—¿Asia?
—Perdóneme por la vulgaridad de mi lenguaje. Tengo la costumbre de llamar a los lugares por donde viajo por sus nombres no mecánicos.
—Ah, yo me acuerdo de Asia. De allí venían los mongoles.
—Bajo nuestros pies, al aire libre, hubo en su día una ciudad que se llamaba Simla.
—¿Ha oído hablar de los mongoles y de la escuela de Brisbane?
—No.
—Brisbane también estaba al aire libre.
—Esas montañas de la derecha, voy a enseñárselas —retiró una persiana de metal. Apareció la cordillera central del Himalaya—. En su época llamaban a esas montañas el Techo del Mundo.
—¡Menudo nombre más estúpido!
—Recordará usted que, antes de los albores de la civilización, parecían ser una muralla impenetrable que tocaba las estrellas. Se suponía que nada salvo los dioses podía existir por encima de esas cumbres. ¡Cuánto hemos avanzado gracias a la Máquina!
—¡Cuánto hemos avanzado gracias a la Máquina! —dijo Vashti.
—¡Cuánto hemos avanzado gracias a la Máquina! —repitió el pasajero al que se le había caído el Libro la noche anterior, y que en ese momento estaba en el pasillo.
—¿Y eso blanco que hay en las grietas? ¿Qué es?
—He olvidado cómo se llama.
—Tape la ventana, por favor. Esas montañas no me dan ideas.
Una sombra oscura cubría la cara norte del Himalaya; pero en la ladera india reinaba el sol. Los bosques habían sido destruidos durante la época literaria a fin de fabricar pasta para los periódicos, pero las nieves despertaban al alba radiante y todavía se aferraban algunas nubes a la ladera del Kanchenjunga. En la llanura había ruinas de ciudades, con ríos menguados que reptaban junto a las murallas; y junto a éstas había a veces restos de vomitorios, que indican la presencia de las ciudades de hoy. Sobre este paisaje volaban raudamente las aeronaves, cruzándolo y cruzándose entre sí con un aplomo increíble, elevándose con indiferencia cuando deseaban escapar de las perturbaciones de la atmósfera inferior para atravesar el Techo del Mundo.
—Sí que hemos avanzado, gracias a la Máquina —repitió la azafata, y ocultó el Himalaya tras la persiana metálica.
El día transcurría penosamente. Los pasajeros permanecían cada uno en su camarote, evitándose con una repulsión casi física, y ansiosos por volver a hallarse bajo la superficie terrestre. Eran ocho o diez, en su mayoría hombres, que habían sido enviados desde las guarderías públicas para vivir en las habitaciones de los que habían muerto en diversos lugares del globo. El hombre al que se le había caído el Libro regresaba a su hogar. Le habían enviado a Sumatra para propagar la raza. Sólo Vashti viajaba por voluntad propia.
A mediodía echó otra ojeada a la Tierra. La aeronave estaba sobrevolando otra cordillera, pero apenas podía ver por culpa de las nubes. Aglomeraciones de roca negra flotaban bajo sus pies y se mezclaban indistintamente en el gris. Tenían formas fantásticas; una de ellas parecía un hombre postrado.
—Aquí no hay ideas —murmuró Vashti, y tapó el Cáucaso con la persiana metálica.
Al anochecer volvió a mirar. Estaban cruzando un mar de oro en que había muchas islitas y una península.
Repitió: «Aquí no hay ideas», y tapó Grecia con la persiana metálica.
(Las imágenes de la entrada pertenecen al arte de Sandra Izquierdo).