Unos dicen que el mundo terminará en fuego,
otros dicen que en hielo.
“Fuego y hielo”, Robert Frost.
Es frecuente encontrar en los cómics de superhéroes de los últimos años la narración de acontecimientos que amenazan el mundo o anuncian un inminente desastre cósmico. La Autoridad, por ejemplo, trata de contener un ser tan inmenso y poderoso que no puede sino ser conocido como “Dios“, el cual regresa para tomar posesión de su residencia de verano: la Tierra. Los Vengadores deben revertir la conquista de nuestro planeta llevada a cabo por Kang el Conquistador. Batman y Superman deben evitar la destrucción del mundo cuando el trozo de un asteroide procedente de Kriptón entra en curso de colisión con la Tierra. Los Ultimate luchan contra una raza alienígena que pretende dominar el mundo; los personajes de Powers contemplan paralizados cómo un enloquecido superhombre de poder casi ilimitado destruye Utah, la Franja de Gaza y la Ciudad del Vaticano; Superman pelea contra un villano llamado Doomsday –“Día del Juicio”. Los X-Men luchan contra Apocalipsis y sus Cuatro Jinetes; Thanos amenaza destruir “todo lo existente” con su “Cubo Cósmico”, su “Guantelete del Infinito” o cualquier otro cachivache “cósmico”. Hellboy traerá de vuelta a los “Dioses Antiguos” o iniciará el camino hacia el fin del mundo. Galactus ha regresado a la Tierra y tiene hambre. Y así, sucesivamente.
El fin del mundo ronda por doquier en los cómics de superhéroes, porque el fin del mundo está, de hecho, en todas partes. Nuestro temor a ese final -y nuestra esperanza- , nos son tan esenciales como los alimentos que comemos o el aire que respiramos. Como escribe Lee Quinby:
“Los americanos han aprendido a convivir con un terror apocalíptico permanente y, a la vez, a confiar en un atávico sentido de la perfección. Para un número importante de ellos, estos sentimientos expresan un intenso fundamentalismo que hunde sus raíces en la Biblia. Para una gran mayoría, estos temores y esperanzas poseen un origen más dudoso, y conforman una mezcla abigarrada de símbolos religiosos y manifestaciones seculares. En los Estados Unidos, este sistema de creencias impreciso, pero subyugante, constituye una forma de vida[1]”.
A veces creemos, o más bien tememos, que el fin del mundo ya ha llegado. Pero no somos los primeros en lidiar contra esa clase de sentimientos. La rama del conocimiento que estudia “el fin de los tiempos” se denomina escatología -término acuñado a partir del griego antiguo cuya traducción literal sería “último discurso”- e impregna, no sólo en nuestra cultura, sino cualquier otra cultura con la que estemos familiarizados. Mircea Eliade, especialista en Religiones Comparadas, apuntó que “el mito del fin del mundo es un hecho de carácter universal”[2], y el pensamiento judeocristiano en torno al fin de los tiempos ha perdurado a lo largo de los últimos dos mil años, fundándose en relatos como El libro de Daniel –en la Biblia hebrea- o El Libro de las Revelaciones o Apocalipsis del Nuevo Testamento, texto que muchos pensadores apocalípticos de hoy en día consideran primordial. Y todo esto nos resulta particularmente relevante en la actualidad, debido a algunos de los acontecimientos que hemos experimentado durante los últimos años.
Porque hemos soportado algunos momentos bastante aterradores, con muchos indicios de que las cosas iban mal: sectas como Heaven’s Gate, los Davidianos u otros cultos religiosos que han conducido a sus miembros hacia la muerte o la destrucción por mor de sus creencias salvajes; actos terroristas como los que destruyeron el edificio Federal Murrah en la ciudad de Oklahoma. Hemos asistido al incidente del Y2K, que amenazaba con enviarnos a todos de vuelta a la Edad de Piedra, o al menos a los días anteriores a Microsoft; a la brutal destrucción del World Trade Center en Nueva York delante de nuestros propios ojos; a niños matando a niños en Columbine, en las aulas del Instituto Politécnico de Virginia Tech o en las calles de nuestras propias ciudades. Hemos recibido ántrax a través de nuestro correo postal, y padecido el SIDA en todo el planeta; asistimos al deshielo de los casquetes polares, a catástrofes naturales como las provocadas por El Niño o el huracán Katrina. Hemos contemplado Darfur…
Las cosas no pintan bien, y cuando las cosas no tienen buena pinta, no podemos evitar preguntarnos, ¿cómo va a terminar todo esto? La cultura popular es uno de los lugares en donde tratamos de responder esas preguntas. Hemos mencionado brevemente la omnipresente amenaza de destrucción mundial en los cómics, y volveremos sobre esto en breve. También podemos señalar la increíble popularidad de los libros de la serie Left Behind –Dejados atrás, en su edición en castellano- escritos por cristianos evangélicos para explicar su visión del fin del mundo. No es necesario ser cristiano evangélico, creer en la interpretación particular de El libro de Revelaciones desarrollada por los autores Tim LaHaye y Jerry Jenkins, ni siquiera reconocer que los libros están bien escritos para corroborar su increíble popularidad. De hecho, es raro que un título cristiano salte de los estantes de las librerías cristianas, y mucho menos que alcance el estatus de superventas del New York Times. Sin embargo, todos los libros de la serie Left Behind lo han hecho. La serie ha vendido más de 50 millones de ejemplares en todo el mundo, inspirando películas, versiones dramatizadas, carteles y, por lo que sé, hasta ropa interior para niños.
Claramente, estos libros se aprovechan los temores y las esperanzas que habitan en el interior de muchos estadounidenses. La creencia generalizada en un “arrebato” y “tribulación” literales, tal y como se describen en la serie Left Behind, es una ideología teológica desarrollada recientemente. Buscarás en vano la palabra “arrebato” en la Biblia, y muchos historiadores religiosos señalan que el “arrebato” y sus conceptos asociados han sido un término cristiano evangélico cuya preeminencia no tiene más de doscientos años. John Nelson Darby (1800-1882) promovió incansablemente estas interpretaciones del Nuevo Testamento, y uno de sus discípulos más tarde integró estas enseñanzas en la Scofield Reference Bible, que alcanzó una increíble popularidad entre los cristianos fundamentalistas del siglo pasado. Sin embargo, las encuestas realizadas en las últimas dos décadas indican que, a pesar de nuestra creciente diversidad religiosa, la mayoría de los estadounidenses todavía cree en una segunda venida –literal- de Jesús al final de los tiempos, y en la batalla decisiva del Armagedón[3]. No es de extrañar que muchos de nosotros estemos asustados.
En un plano mucho menos religioso, también podemos encontrar información acerca de nuestros miedos en el documental Bowling for Columbine de Michael Moore, galardonado con un Óscar, el cual disecciona sin piedad la mayoría de los problemas actuales de Estados Unidos. Pero en el centro de casi todo lo que Moore coloca sobre el tapete -la carrera armamentista, los tiroteos de Columbine, el control de armas- lo que encontramos es el miedo. La entrevista de Moore al profesor Barry Glassner -cuyo libro, The Culture of Fear, es un trabajo canónico sobre el tema- y sus entrevistas a gente corriente muestran que, incluso en comparación con nuestros primos hermanos al otro lado de la frontera canadiense, los estadounidenses somos personas extremadamente miedosas. Y es este terror el que aprovecha la cultura apocalíptica; queremos saber a qué amenaza nos enfrentamos y queremos creer que existe algún tipo de esperanza. Y es aquí donde la cultura popular viene en nuestra ayuda.
También es, como veremos, un ámbito donde la religión puede ayudarnos. Pero primero, echemos un vistazo a un par de análisis verdaderamente significativos sobre la temática del apocalipsis en los cómics para ver cómo estos nos brindan consuelo, y de qué manera están de acuerdo o difieren de las soluciones de tipo religioso que solemos encontrar para este tipo de cuestiones.
Casi nadie interesado la cultura popular cuestionaría la afirmación de que Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons, es un referente dentro del mundo del cómic. En la actualidad, veinte años después de su publicación, es tan satisfactorio – aunque menos radical- que cuando se lanzó por primera vez. El desafío revisionista de Moore sitúa directamente a los superhéroes en un momento y un lugar donde la temática del fin del mundo eran, casi un motivo de entretenimiento, la América de los 80 de Ronald Reagan, el cual solía bromear con declarar una guerra nuclear a Rusia. En lugar de Reagan, Moore ha devuelto a Richard Nixon al Despacho Oval, con Henry Kissinger a su lado -un temible par de belicistas- y juguetea con la larga historia de los cómics al proponer un grupo de combatientes contra el crimen que se ha visto obligado a disolverse a causa de las leyes “antijusticieros”. Todos se han retirado a excepción del El Comediante, que trabaja para el gobierno, el todopoderoso Dr. Manhattan y Rorshach, ese vigilante impenitente.
La atmósfera representada en Watchmen está llena de una desesperación y un miedo tangibles; a excepción del Dr. Manhattan, -tan poderoso que puede alterar la historia humana, pero también tan poderoso que apenas si muestra interés por ella- parece que no hay nada que se interponga entre el mundo y una inminente destrucción nuclear. Estados Unidos y Rusia mantienen un enfrentamiento cara a cara, y tomando posiciones en Afganistán (país que ya fue invadido por los rusos en una ocasión y recientemente ha sido invadido por los Estados Unidos). Rorshach registra en su diario al principio: “Ahora todo el mundo está al filo de la muerte, mirando hacia el maldito infierno”, y aunque Rorshach no es exactamente un paradigma de cordura, él habla en nombre de casi todos los personajes que encontramos en el libro, desde los principales hasta los secundarios. Puede que se presente a sí mismo como un mensajero paranoico del Día del Juicio Final, pero ese Día del Juicio Final está a punto llegar de todos modos. Y cuando nos dice que “pronto habrá guerra. Millones de personas arderán en el infierno. Millones morirán por la enfermedad y la miseria”, nosotros le creemos.
Ciertas imágenes nos hablan con la misma intensidad que los diálogos sobre este destino inminente: un botón amarillo con una cara sonriente y una inquietante mancha de sangre rojo carmesí; el símbolo de peligro de radiación de tres triángulos; un reloj con sus manecillas aproximándose a la medianoche; amantes entrelazados que aparecen como sombras en una pared o como esqueletos; una nube atómica con forma de seta; y luego, en el último capítulo del libro, esas viñetas a página completa. En esas seis viñetas a página completa, se nos invita, o más bien se nos obliga, a ser testigos de la horrible destrucción de la mitad de la ciudad de Nueva York, el apocalipsis hacia la cual nos hemos ido precipitando con pavor y expectación a lo largo de todo el libro.
Uno de los puntos fuertes del libro es la forma en que critica gran parte de nuestro pensamiento convencional. El arquitecto de la destrucción de la ciudad de Nueva York no es un supervillano cualquiera, o Rusia o una nueva amenaza cósmica. Esta vez se trata de un superhombre, Ozymandias, anteriormente un luchador contra el crimen y actualmente el ser humano más desarrollado física e intelectualmente del mundo. Ozymandias asesina al Comediante, exilia al Dr. Manhattan y mata a millones de personas en la ciudad de Nueva York a través del elaborado engaño de una invasión alienígena. Y lo hace porque todo ello forma parte de su plan para salvar al mundo de la inminente destrucción nuclear.
El caso es que su plan funciona; aterrorizada por la falsa incursión alienígena de Ozymandias, Rusia se retira de Afganistán y acuerda trabajar con Estados Unidos para firmar la paz de tal manera que los seres humanos puedan rechazar cualquier ataque posterior de otra diemnsión. Ozymandias ha salvado al mundo, y todos los que saben la verdad –a pesar de sus tremendas reservas- acuerdan guardar silencio. Como en gran parte de la literatura apocalíptica, donde existe la sensación de que algo bueno vendrá después del Día del Juicio Final, él les dice: “Salvé a la Tierra de los Infiernos. A continuación, la guiaré hacia la Utopía”.
Al final, algunos de los personajes de Watchmen encuentran consuelo –y sentido- en el amor y el contacto humano. El Dr. Manhattan parte hacia las estrellas, contento de dejar cosas tal y como están. Pero Rorshach no puede ni quiere aceptar este tipo de soluciones. Una de las ironías centrales del libro es que este patético hombrecillo también es poseedor de un sentido inquebrantable de lo correcto y lo incorrecto, y aunque a menudo está equivocado, hay algo admirable en su credo: “Existe el bien y el mal y la maldad debe ser castigada. Incluso ante el rostro del mismísimo Armagedón no participaré de esta pantomima”. Y no lo hace; al final del libro, nos queda la sensación de que gracias a Rorshach, un día todas las maquinaciones de Ozymandias saldrán a la luz.
También nos queda el mensaje de Moore de que quizás nos estemos planteado un dilema artificial con todas estas divagaciones sobre el Armagedón. Si existe una figura divina en la novela es la del Dr. Manhattan, alguien inmensamente poderoso , capaz de experimentar el pasado y el futuro al mismo tiempo. Sin asomo de engreimiento, le dice a Ozymandias, en un momento dado, que el que sea la persona más inteligente del mundo “no tiene más valor para mí que el que pueda tener la termita más inteligente”. En su última aparición en Watchmen, antes de irse, tal vez para crear algo de vida humana propia, le dice a Ozymandias: “Nada termina, Adrian. Nada termina nunca”.
En cierto sentido, en relación a todos nuestros miedos en torno “el final”, el Dr. Manhattan lleva razón. Las culturas antiguas pensaban que la historia era circular, una repetición interminable de períodos y acontecimientos. También los físicos a veces hablan de la historia de nuestro universo como algo cíclico, comenzando con un Big Bang que lo originó, que continúa con su expansión y su colapso final, el cual, algún día en un futuro lejano, dará lugar a otro Big Bang. Pero como veremos en breve, cuando hablemos de lo que la fe tiene que decir sobre el misterioso comienzo de las cosas y su final, igualmente misterioso, se trata de procesos sobre los cuales necesitamos creer que han sido planeados por alguien, no que han sucedido arbitrariamente.
Otro examen reciente del Apocalipsis –y uno de los que evoca con mayor fuerza ciertas metáforas religiosas familiares- es el que encontramos en Kingdom Come, de Mark Waid y Alec Ross. Ross, cuyo padre es pastor protestante, se inspiró en la figura de éste para crear el personaje principal del libro, el pastor Norman McKay. La historia también presenta a un mensajero de Dios, el Espectro, como un personaje principal, y comienza con una cita del Libro de las Revelaciones sobre el final de los días, que se convierte en una suerte de leiv motiv de la novela.
Lo que hace que Kingdom Come –La llegada del Reino- sea un trabajo tan convincente no son solamente los increíbles dibujos de Ross o el espectáculo de generaciones de superhombres luchando entre sí. En el fondo, este es un libro sobre la fe y la creencia, en donde se plantea que, realmente, las cosas suceden por alguna razón, incluso las más horribles, y que todo está destinado a terminar bien. Aunque rara vez aparezcan sermones, podemos considerarlo uno de los cómics más religiosos jamás publicados.
Al igual que Watchmen, Kingdom Come nos muestra un mundo al borde del desastre, aunque aquí no es una la actividad humana, sino la sobrehumana, la que amenaza todo lo que existe. Se trata de un mundo sin Superman. Enfrentado al creciente salvajismo de una nueva generación de “superhéroes”, Superman ha optado por la soledad, y ha retirado su poder e influencia de un mundo que lo necesita desesperadamente, lo cual, como siempre, no deja de ser una idea inquietante. Alex Ross es uno más de esa gran cantidad de escritores y artistas que han visto a Superman un alter ego de la figura de Cristo: “Para mí, Superman en tanto personaje de ficción, me resulta tan importante como si fuese de carne y hueso; de todas formas, es una figura inspiradora, y eso es lo verdaderamente relevante“. Por eso, cuando Superman se retira, los efectos resultan desastrosos. Los demás miembros de la Liga de la Justicia también se alejan de los asuntos humanos, y el resto de los metahumanos, abandonados a su suerte, luchan entre sí por la supremacía, a menudo con resultados catastróficos. Como el Espectro le dice a Norman McKay, “los dioses de ayer ya no caminan entre los humanos… En lugar de esto, inducidos por la retirada de Superman, siguen su propio camino”. Y sin la influencia estabilizadora de estos dioses, el mundo está a merced de fuerzas más allá de su control.
Así pues, asistimos a un mundo sin esperanza, encaramado al borde del desastre, y la visita guiada sobre este estado de cosas que el Pastor McKay realiza junto al Espectro lo deja profundamente perturbado. “¡Eres un ángel! ¡Eso te convierte en un mensajero de la esperanza! ¡Te envió un poder superior! ¡Tu propia existencia es un testimonio de fe! ¿Y lo único que tienes para decirme es que aquellos que podrían salvarnos no lo harán?”.¿De verdad el mundo ha sido abandonado por Dios -y por los dioses de la justicia? ¿Se harán realidad las visiones apocalípticas de McKay? Como se señala en el libro, “En la medida en que nuestro mundo se ha convertido en un lugar donde la fe ha sido destruida, y donde los dioses caminan por las calles arrojándose autobuses unos a otros, McKay ha sido despojado de casi todo en lo que alguna vez creyó”. Nuestra narración comienza en un mundo lleno de desesperación, como lo hacen la mayoría de estas narraciones. Pero a lo largo del relato, los personajes principales, Norman McKay, Superman y otros, recuperan su fe, recuperan un propósito para sus actos.
No se trata de que las personas no sean asesinadas, ni de que la destrucción a gran escala no suceda, ni de que, en cierto sentido, el mundo no se acabe. Todas esas cosas ocurren. Es sólo que todos esos acontecimientos ocurren por una razón, que es lo que la literatura apocalíptica siempre nos dice. Al final de la historia, el bien y el orden se han restaurado, el mundo ha entrado en una nueva fase, y los personajes- y quizás los lectores mismos- hemos aprendido algo.
Norman McKay le pregunta al Espectro en un momento terrible del libro por qué no puede intervenir y detener los que sucede o cambiar las cosas, y el Espectro le recuerda: “Habrá un ajuste de cuentas, Norman McKay. Prepárate. Como dicen las Escrituras, “’Teme a Dios y muéstrale tus alabanzas, porque ha llegado la hora del Juicio Final’”.
Este es el punto en torno al cual siempre ha girado la literatura apocalíptica: la sensación de que hay un plan, de que todo está sucediendo como se supone que debe suceder, que existe alguien que es consciente de lo que ocurre, aunque a los demás nos parezca que el mundo se va al garete. Val J. Sauer Jr. resume de manera elocuente el atractivo de pensar escatológicamente desde una perspectiva de fe:
“Ante la posibilidad de una guerra atómica, la realidad de la muerte o la amenaza de un desastre ecológico, la escatología bíblica asegura a los cristianos que su amoroso Dios no ha abandonado a su creación. Creación y Redención, el principio y el fin de la historia, son actos de Dios. La escatología bíblica declara que la historia camina hacia un objetivo final, la redención de la creación.[4]”
Es este tipo de escatología redentora la que encontramos al sumergirnos en Kingdom Come: al final, las cosas se arreglan. Superman aprende que no puede darle la espalda al lado humano de sí mismo; Norman McKay recupera su fe y descubre que hay algo que puede hacer: puede dar esperanza a la gente.
La esperanza es la otra cara del día del Juicio Final; no solo queremos creer que existe un plan sino que, además, ese plan nos conduce a una existencia mejor. Como señala Jan Quinby: “Lo que hace que vivir con una creencia apocalíptica sea algo soportable para tanta gente es un sueño que nos ha acompañado a lo largo de los siglos, la corriente de esperanza que promete la plenitud de la Verdad Revelada”[5]. A diferencia de lo que Quinby llama “endismo” -la respuesta basada en el miedo a las amenazas inminentes que encontramos en la mayoría de los cómics, donde el único objetivo es evitar el final de todo-, la mayoría de nosotros anhelamos algún tipo de final basado en el “mérito” -la idea de que aquellos que se lo merezcan (buenos, fieles) serán elegidos para sobrevivir en alguna nueva existencia pacífica y alegre, con independencia de si esa existencia será en una tierra nueva, en el cielo, o en algún sitio que ni siquiera tiene nombre todavía.
Kingdom Come termina como comenzó: con Norman McKay. Está en pie frente a su congregación y predica nuevamente sobre el libro de Apocalipsis. Pero mucho ha cambiado como resultado de los acontecimientos de la historia, y McKay predica un nuevo mensaje, un mensaje de esperanza obtenido a partir de sus experiencias con el Espectro, el mensajero de Dios: “Que un sueño no siempre se convierte en una profecía. Que el futuro, como muchas otras cosas, está abierto a la interpretación. Y esa esperanza se percibe con más claridad cuando surge del miedo“.Al final de Kingdom Come, Norman ha recuperado su fe, y para las personas de fe, nuestra respuesta al mundo siempre debe ser de esperanza. Si creemos que Dios tiene un plan para redimir la creación, entonces el mundo siempre seguirá adelante, a pesar de las dificultades, hacia un futuro mejor. La retórica del movimiento de derechos civiles a menudo usaba este modelo para conseguir su efecto: recordemos el discurso del Dr. Martin Luther King Jr. “I Have Dream –Tengo un sueño”
Pero la esperanza siempre debe ser algo más que un mero deseo de que las cosas salgan bien. Tal y como nos recuerda el ejemplo del Dr. King, la esperanza es una cualidad activa. “Debido a que la esperanza es mucho más que un estado de ánimo”, dice el teólogo John Polkinghorne, “implica un compromiso con la acción. Su carácter moral determina que nuestras expectativas deberían estar ligadas a lo estamos preparados para trabajar y producir como resultado de ese trabajo”[6]. El Libro de las Revelaciones puede dar, por un lado, una sensación de fatalidad inminente, como lo hace al principio Kingdom Come, y, a la vez, proporcionar un mensaje de consuelo, tal y como lo hace al final.
Ahí radica la potencia del mensaje sobre el Apocalipsis que encontramos en Kingdom Come y en Watchmen: incluso en contra de acontecimientos de una escala cósmica, ambas narraciones nos hacen creer que la acción humana es importante. El diario de Rorshach puede cambiar el curso de la historia una vez que él haya muerto y desaparecido, y los sermones de Norman McKay comparten el nuevo sentido de alegría, misión y esperanza que él ha recuperado.
Al igual que ellos, aunque podemos influir sobre los acontecimientos, no podemos controlarlos; puede que, de hecho, ni siquiera podamos comprendamos. Pero podemos creer. Y podemos actuar.
La forma en la que este mundo acabará no depende de nosotros. Pero lo que hacemos mientras vivimos en él… esa parte, sin duda, sí que está bajo nuestra responsabilidad.
NOTAS FINALES
[1] QUINBY, Lee, Millennial Seduction.A Skeptic Confronts Apocalyptic Culture, Ithaca, Cornell University Press, 1999, p. 5.
[2] ELIADE, Mircea, Myths, Dreams and Mysteries, Nueva York, Harper & Row, 1961, p. 243.
[3] DOCKERY, David S., “On (Mis)Reading the ‘Signs of the Times’”, Academic Forum, http://www.uu.edu/centers/christld/
academicforum/faculty/article.cfm?ID=11
[4] SAUER, Val J. Jr., The Eschatology Handbook, Atlanta, John Knox Press, 1981, vii-xix.
[5] QUINBY, Lee, Millennial Seduction.A Skeptic Confronts Apocalyptic Culture, Ithaca, Cornell University Press, 1999, p.3.
[6] POLKINGHORNE, John, The God of Hope and The End of the World, New Haven, Yale University Press, 2002, pp. 47-48.
(Las imágenes del artículo se deben al arte de Dave Gibbons y Alex Ross).
Esta traducción se ha realizado en el marco del “Proyecto Rivendel: un currículum socioemocional para alumnado con Altas Capacidades”, autorizado por la Consejería de Educación y Deporte de la Junta de Andalucía en su convocatoria de Proyectos de innovación educativa y desarrollo curricular de 2019.
Título original: “The Apocalyse”, en Holy Superheroes! Westminster John Knox Press, Louisville, 2008.
Traducción de Raúl Dueñas e Isabel Abelleira. Revisión de Antonio Morales.