El gato feliz
El grito del gato se parecía tanto al de un niño que le hizo brotar unas risas, por la confusión inesperada: eso no entraba en sus espectativas. Le había puesto el hierro al rojo en la panza y el pelo y la carne chisporrotearon con un husmillo desagradable y un tufo que no se correspondía con bicho que viviera: otra sorpresa más. Amarrado el gato boca arriba, el adolescente le hizo de todo y cuanto más chillaba con su grito semihumano más le divertía pero, en un corte, se le fue la fuerza y el gato se aplastó inerte ya sin respiro. Entonces el muchacho lo observó con una cierta frustración, despanzurrado, en derrame sobre la mesa desvencijada en la que yacía crucificado… mas, por otra parte, consideró que el animal le había mostrado que nada malo hay en el disfrutar del dolor de otros, que la educación y la moralina sólo tienen utilidad para los débiles y que, de alguna manera, le había ayudado a superar esa miseria y que ahí empezaría su historia, por eso, creyó, debía sentirse un gato muy feliz.
El grillo feliz
Me senté en aquel pueblo en la ladera de la Peña, como colgado entre la cima y la hondura fría del arroyo. Las casas, herméticas, atesoraban aún un trozo del invierno pero en la oscuridad de la corriente repleta de zarzas pujantes los ruiseñores se hablaban unos a otros con soltura, anunciando las calores que, en breve, habrían de llegar. Érase un silencio medieval, de camino largo por el campo; la noche llegaba y sólo una brisa suave mecía a la hilera de plátanos de indias de aquella avenida de entrada a la población, lo demás eran canes, un animalillo pululando entre la hojarasca y un silencio paciente, gordo, craso, como de hecho histórico olvidado.
Entonces me di cuenta de que sonaban grillos por todas partes anegando la lejanía, que los grillos ocupaban el espacio, que habrían de cantar por toda la comarca, la provincia, tal vez la nación o la Tierra: una enormidad que grillarían como si fueran los átomos del silencio, como si el vivir no fuera con ellos, ni conmigo, yo no entendía… y pensé que, quizá, quizá, ellos fueran felices.
El santateresa feliz
Érase un santateresa que percibió el vago aroma de la hembra a distancia y recorrió la enormidad de tierra, hierbas y leña muerta hasta que dio con ella. Era verde y grande, hermosa y fría, su cabeza triangular invitaba al amor de modo que la cortejó. Ella siempre rezando y él la rodeo cuatro o cinco veces dando a entender que a pesar de su tamaño, a pesar del peligro evidente de sus mandíbulas, merecía la pena atreverse.
La mantis se quedó un instante con esa quietud mentirosa del insecto palo, que parece recular o avanzar según se mire. Entonces el macho se encaramó por detrás y escaló por su espalda hasta que pudo rozar sus antenas con sus antenas; un estremecimiento de placer rígido, de exoesqueleto queratinoso, la condenó a la puesta. Estiró el vientre y él le introdujo su miembro pequeño y, mientras el órgano se aferraba y convulsionaba para expulsar su semilla en el interior de la teresa, le dijo:
Amor mío, te ofrezco mi cabeza en un plato:
Desayuna. Te ofrezco mi corazón pequeño
y se dispuso a morir con la indiferencia de quien todo lo tiene ya. Se le iba la vida con cada eyaculación y, de haber podido sonreír, su cara habría expresado la dicha total. Pero fue la sacudida, lo inesperado o lo natural, según se vea, el sapo agarró a la mantis con sus fauces sin fin y el macho cayó en la arena viendo a la hembra orando en la boca del batracio demoníaco, toda la semilla desperdiciada en su abdomen elitroso y, por algún motivo que no admitía, él era un santateresita feliz.
El silencio
A William, alias Guillermo
mi matemático de cámara
Había algo sobrenatural en el rodar uniforme de la silla, esas ruedas volando por el suelo milenario desgastado por cientos de generaciones que rozan sus pies sobre arcilla cocida y cristalizada antigua; Amanda recogía con sus manos blancas el hábito coletino, en mente la imagen de la vestimenta pobre de la primera descalza clarisa, tan santa, tan modélica en todo. La mirada de la monja atravesaba el benedicto de la arquería trazando una solemne línea recta a la altura de su asiento. Detrás un enfermero y una médica vestidos de fluorescentes colores, otras dos monjas amigas trasegando olor a hembra limpia sin afeites.
No eran ajenas al mundo porque desde varias décadas atrás una parte importante del convento había recibido visitas de turistas, pero ella rara vez había tenido la inquietud de ver el siglo en la antigua cilla, ni en el calefactorio a modo de recibidor para toda esa gente, abrigada en invierno y al aire la pantorrilla en verano. Amanda salía cuando, como el agua en el origen, un poco indistinto y sin luz, el silencio regolfaba al conjunto completo del Convento de las Descalzas y lo aislaba devolviéndolo al otrora del recogimiento, y ella y sus hermanas limpiaban y recogían lo visitado. Con tino, el obispo había contratado a una empresa que, antes del trasiego de los visitantes, cada mañana preparaba los baños y las dependencias de los empleados municipales… se contaban cosas, se escandalizaban con lo que decían haber oído que habían dicho unas que habían oído…
Pero salió trasvolando Amanda en su asiento rodante del cenobio, dejó atrás la clausura obligadamente y alguien abrió el portalón de madera de la entrada: un ruido y un lucerío alucinante engrosaron la vista de Amanda, que sintió pánico creyendo que la creación se le venía encima y casi perdió la consciencia al llegar junto a la ambulancia que arrojaba celestes, lanzaba naranjas por toda la plaza que ya no era como ella la recordaba ¿setenta? años atrás. Le pareció imposible que unos simples muros pudieran generar estanqueidad tal, como la divisoria entres dos vidas diferentes, el centro de la ciudad y el paraíso frío del pozo del claustro.
Amanda miró con tristeza su vejez, tuvo presente las caras de sufrimiento de las dos hermanitas núbiles cuando la vieron caer al suelo con la boca en diagonal; de repente tuvo una envidia terrible de su amiga Sor Águeda muerta feliz, porque al hacerlo joven: en el recuerdo sólo permanecía su sonrisa de alegría y de frescura y novedad; Amanda se pensó arrugada y deslucida y retorcida, valoró que la vejez es un castigo y que no hay nada deseable ni noble en ella, que la muerte inesperada en el fragor de la juventud es la apoteosis mejor, evitando las iniquidades que la ancianidad acumula lenta socavando el alma y se arrepintió de haber vivido. Feliz muerta joven. Vio una luz al tiempo que su cuerpo se elevaba y giraba como conducida a lo sidéreo: ya estaba dentro.
La gallina feliz
La hierba verde y plena de sabor en su torno, la frialdad de la tarde de primavera extendiéndose sobre el prado feliz en el que había disfrutado de libertad picando allá y aquí, mordisqueando las plantas llenas de las aguas acumuladas del invierno huyente, rompiendo carcasas de insectos pequeños, minúsculos caracolillos sabrosos, ricos como la expresión de la paz del campo y la luz amarilla de un sol que caía con la paz de esa tarde, y la brisa, y la humedad del arroyo empobrecido, y este primer lucero extemporáneo y la luna menguante casi desaparecida… en el horizonte, ése que se le ofrecía, tumbada, como último telón de lo que había sido su vida. Echada sobre la verdura, la gallina cerró los ojos y se dejó hacer por la meloncilla, feliz.
La niña feliz
Qué horror, pensó la madre, días como éste no son los que cuentan sus amigas en el café, y eso que va poco porque ya no puede. Se siente grave, culpable. No podía más, el desayuno, la guardería, la tienda, la frutería, la casa, la comida, el fregado, la sobremesa, la tarde, la visita, la cena, la noche, la madrugada… Ya no podía más, ésa es la verdad, pero ahora por fin observa a la niña en silencio, en silencio, en silencio… en el sueño profundo, profundo, muy profundo, tan callada, callada. Callada.